En las últimas semanas nuestro país ha vivido uno de los pasajes más siniestros de su historia reciente. En las televisiones, en la prensa escrita, en la radio, hemos podido ver y escuchar los testimonios desgarradores de cientos de inmigrantes subsa En las últimas semanas nuestro país ha vivido uno de los pasajes más siniestros de su historia reciente. En las televisiones, en la prensa escrita, en la radio, hemos podido ver y escuchar los testimonios desgarradores de cientos de inmigrantes subsaharianos que han narrado la pesadilla que están sufriendo, una pesadilla causada por el hecho de haber nacido en países muy ricos, pero que han sido hundidos en la más espantosa de las miserias por las potencias económicas de occidente. Países que han sido expoliados y exprimidos sin compasión durante decenios con el beneplácito de todos los civilizados gobiernos occidentales que defienden el sistema de libre empresa, esto es, el sistema capitalista.

Los corazones de millones de trabajadores y de jóvenes del Estado español se han visto conmovidos estos días en los que decenas de nuestros hermanos de clase han sido ametrallados, abandonados a su suerte en el desierto para morir como perros, reprimidos duramente con todo tipo de armamento antidisturbios, torturados y humillados hasta el extremo.

Estas imágenes de desesperación y miedo reflejado en los rostros anónimos de centenares de hombres y mujeres, recuerdan a otras que conocemos muy bien en nuestro país. En enero y febrero de 1939, decenas de miles de refugiados republicanos, familias enteras, hombres, mujeres, miles de niños, cruzaron la frontera francesa después de penosas jornadas de marcha. Miles huían de una muerte segura a manos del ejército franquista y fueron recibidos por el muy “democrático” gobierno de Francia como apestados. Encerrados en campos de concentración, obligados a una existencia de escasez y miseria cuando no repatriados al Estado español. Los argumentos eran similares a los que ahora se utilizan para blindar las fronteras españolas y expulsar a los inmigrantes: “No estamos en condiciones de acogerlos”. Miles de estos refugiados acabaron en los campos de concentración nazis en Polonia donde fueron exterminados.

Un sistema que actúa de esta manera con millones de seres humanos que luchan por sobrevivir merece ser derrocado y arrojado al basurero de la historia.

La masacre contra estos seres humanos indefensos e inocentes ha puesto al desnudo el carácter reaccionario de este sistema social, de los gobiernos en los que se sustenta, y de las llamadas instituciones de la “democracia”. En los últimos años, ejemplos similares se han sucedido constantemente enviando al baúl de los recuerdos aquélla careta amable de un capitalismo que pretendía tener un rostro humano. La guerra imperialista contra el pueblo iraquí y la ocupación imperialista de Afganistán; la masacre continua contra el pueblo palestino y las guerras de África; la muerte cruel de miles de trabajadores y pobres en Nueva Orleáns y otras ciudades del sur de EEUU tras la llegada del huracán Katrina; la desolación y destrucción de cientos de miserables poblaciones de México, Guatemala, Pakistán y la India y la muerte de decenas de miles de personas en estos últimos terremotos que se suman a la de 250.000 personas en Indonesia, Ceilán y el sur de la India tras el Tsunami que arraso sus costas hace un año… Estos son algunos ejemplos de una la lista larga y brutal.

Todas estas montañas de cadáveres no son la consecuencia de ninguna maldición divina, ni el producto de catástrofes inevitables. Son el saldo de un sistema deshumanizado que se basa en el lucro y el máximo beneficio, el producto más genuino de la explotación capitalista.

En El Capital, Carlos Marx señaló las bases históricas de la acumulación originaria y describió con gran realismo el lodo de violencia sobre el que triunfó el sistema capitalista: la expropiación forzosa de millones de campesinos, el trabajo infantil y de la mujer, las jornadas extenuantes de dieciocho horas, la peligrosidad y toxicidad en la producción, los salarios de hambre, el hacinamiento en la vivienda, las enfermedades infecciosas, las hambrunas… El capitalismo surgió en la escena de la historia chorreando sangre por todos sus poros. Más de tres centurias después el sistema capitalista sigue chorreando la sangre de generaciones de desheredados de todo el mundo para asegurar el proceso de acumulación de capital.

En aquel periodo la mano de obra inmigrante jugo un papel decisivo en el afianzamiento del capitalismo. En Inglaterra millones de emigrantes provenientes de Irlanda dejaron su vida y la de sus familias en las manufacturas, la siderurgia y las minas victorianas. En los EEUU el capitalismo construyo su poderío gracias a la explotación de la fuerza de trabajo inmigrante que afluyó al país: más de 50 millones de trabajadores provenientes de Europa entre 1848 y 1914, irlandeses e italianos fundamentalmente.

En el siglo XXI las condiciones de brutalidad y explotación que Marx describía en el Capital no han dejado de reproducirse. Para inconveniente de todos los progresistas de clase media que rechazan los “excesos” del capitalismo pero viven comodamente de las migajas que caen de las mesas de los grandes explotadores, las atrocidades más obscenas forman parte de este sistema de “libertades” y “garantías democráticas”. Millones de niños son esclavizados en el mundo para aumentar las ganancias de las multinacionales de occidente. Nike, Adidas, Rebock, Ikea, Inditex, Danone…son miles y forman parte de nuestra vida cotidiana. Millones mueren todos los años por el hambre, la malnutrición, las enfermedades curables con simples vacunas. Incluso organismos dependientes de las Naciones Unidas o del FMI registran esta matanza silenciosa e imparable sin que nadie pueda cuestionarlas. Muertes que, recurrentemente, son recordadas con las lagrimas de cocodrilo propias de la moral de la clase dominante, provocan espasmódicos festivales de caridad y alimentan la maquinaría de ONGs financiadas por las mismas empresas que son responsables de estas atrocidades y que, de esta forman, arrojan arena a los ojos de los explotados para desviar la atención de los auténticos responsables de esta barbarie.

Pero esta mancha se extiende por todo el mundo, incluido los países desarrollados. Miles de trabajadores pierden la vida cada semana en accidentes laborales afectando cada vez más a los países industrializados. Nuestro país esta a la cabeza de la Unión Europea. ¡Son las cosas del mercado! argumentan las apologistas de la libre empresa para escurrir el bulto de su responsabilidad. Miles de millones están desempleados o sobreviven en el estercolero del subempleo y la precariedad. La falta de cobertura sanitaria no afecta sólo a los países pobres, donde pandemias como el sida se extienden en continentes enteros como África; también en la primera potencia del planeta más de 36 millones de estadounidenses carecen de cobertura sanitaria.

Todo este cuadro que muestra la decadencia de un sistema que dejo de ser progresista hace mucho tiempo, es a la vez la expresión más acabada de la guerra de clases, una guerra en la que con sangre obrera se garantizan los beneficios de una minoría de parásitos multimillonarios absolutamente innecesarios.

La civilización, la cultura, el horizonte de conocimiento que el genero humano ha conquistado en la larga marcha por su emancipación está amenazada por esta lacra dispuesta a suprimir todo aquello que le estorbe en su camino.

Y Ahora la barbarie, en su forma más despiadada, llama a nuestra puerta.

Los inmigrantes son nuestros hermanos de clase

Marx explico hace más de 150 años que los obreros no tenemos patria. Nuestros problemas como clase desbordan las fronteras nacionales. Somos parte de un mismo ejercito, ligados por los mismos intereses de clase contra nuestros explotadores. En esto se basa el internacionalismo proletario: La lucha contra un sistema de explotación, que se organiza sobre bases internacionales y en el que la clase explotadora desarrolla una estrategia común a escala mundial, exige la acción mancomunada de los explotados, por encima de fronteras nacionales, raciales, de sexo o religión.

Millones de trabajadores inmigrantes provenientes de América Latina, el Magreb, Europa del este, los Balcanes, China… han sido integrados en la economía del estado español de la última década, generando una gigantesca plusvalía que se han embolsado sin contemplaciones una larga miriada de grandes, medianos y pequeños empresarios. Una fuerza de trabajo que ha sido explotada sin contemplaciones, con jornadas laborales interminables, privada de derechos, con salarios miserables y expuesta a condiciones de extremo riesgo. Con sangre de trabajadores inmigrantes se han regado los tajos, las contratas de todas las ramas de la producción, los campos de nuestro país, y con sangre de trabajadores inmigrantes se han engordado las cuentas corrientes de miles de empresarios, muy cristianos y devotos y, por supuesto, fieles votantes del PP.

La derecha, en los ocho años de pesadilla en que estuvo al frente del gobierno, alimentó por todos los medios la demagogia más reaccionaria contra los inmigrantes. No sólo amparó legalmente la explotación de millones de estos trabajadores como fuerza de trabajo semiesclava a través de una legislación xenófoba y explotadora, que no hay que olvidar fue iniciada anteriormente por los gobiernos socialistas con la Ley de extranjería. La derecha sembró a gran escala, con la colaboración inestimable de los medios de comunicación de la burguesía y ante la pasividad de los dirigentes reformistas de la izquierda, todo tipo de veneno y prejuicios racistas contra millones de trabajadores extranjeros. Paralelamente su política de recortes salvajes en los gastos sociales, en sanidad, educación, infraestructuras en los barrios, creaba todo un campo de cultivo para que estos prejuicios pudiesen florecer, y se culpabilizase a los inmigrantes del deterioro en la calidad de estos servicios. La derecha ha azuzado el odio al inmigrante como parte de una estrategia para dividir el cuerpo vivo de la clase trabajadora y poder aumentar su capacidad de explotación económica y de control social.

Frente a esta estrategia contundente por parte de la derecha, los dirigentes de la izquierda han balbuceado confusamente, mostrando toda la impotencia típica de la clase media asustada de perder votos, escaños y privilegios. A lo máximo que han llegado es a declarase a favor de la “multiculturalidad” y a realizar planes de regularización para conseguir que esta ingente fuerza de trabajo cumpla con sus obligaciones tributarias a la seguridad social y ante las arcas de Hacienda. Pero con regularización o sin ella, con “multiculturalidad” o sin ella, los inmigrantes siguen explotados inmisericordemente, tratados como esclavos en los latifundios y explotaciones agrarias de Andalucía y el levante español dónde carecen de los mínimos derechos laborales y humanos, hacinados en infraviviendas en muchas de las grandes ciudades del país, impedidos de ejercer sus derechos ciudadanos y reprimidos con abundante material antidisturbios cuando los exigen, y finalmente arrojados en muchos casos a la marginalidad, desde donde nutren secciones del lumpen proletariado.

Esta situación es utilizada como un arma eficaz para dividir a los trabajadores, empujando hacia abajo los salarios y las condiciones laborales del conjunto de la clase. Los dirigentes de CCOO y UGT, respetuosos con la ley, se niegan a organizar a esta parte fundamental del movimiento obrero, que unida en la lucha a los trabajadores autóctonos compondrían una fuerza formidable. Esta estrategia no es más que la consecuencia lógica de la acción sindical que mantienen hacia el resto de los trabajadores, un acción sindical basada en el pacto y la desmovilización que arroja un saldo creciente en perdida de derechos, disminución de salarios, precariedad, aumento de la jornada laboral y siniestralidad.

Un genocidio permitido y legalizado

Esta cara del problema de la inmigración no puede ocultar otra todavía más sangrante: la muerte de miles de inmigrantes magrebís y subsaharianos en está última década cuando trataban de alcanzar las costas españolas. Un genocidio al socaire de las políticas de inmigración, que considera a los seres humanos “ilegales” y blinda las fronteras de las civilizadas y democráticas potencias europeas para impedir que miles de hombres, mujeres y niños puedan alcanzar una vida que en sus países de origen les niega el mismo orden civilizatorio que les arroja al mar.

Esta sangría de inmigrantes en el estrecho y las costas de Canarias se ha convertido en un noticia habitual, corriente en los telediarios y la prensa nacional. Mientras los gobiernos de la derecha y del PSOE han adoptado la misma receta ante esta hecatombe cotidiana: los “ilegales” no tienen derecho a nada, son eso, “ilegales”.

Ahora el problema ha saltado con furia a la primera portada de las noticias. Miles de inmigrantes subsaharianos que huyen de las guerras y el hambre que provoca el mismo orden económico del que se vanaglorian los dirigentes del PP y del PSOE, han intentado pasar a nuestro país saltando las vallas de contención en Ceuta y Melilla. Cientos de ellos “armados” con escaleras fabricadas con pinos, han decidido no morir de hambre y de miseria. Con ellos, cientos de mujeres también, muchas de ellas embarazadas o con sus hijos a cuestas arriesgándolo todo para sobrevivir.

Ante esta marea humana de desesperación ¿Cuál ha sido la respuesta del gobierno de Rodríguez Zapatero? Para su propio escarnio no ha sido otra que la de la represión más salvaje, en la que han participado concienzudamente la guardia civil y el ejército y, sobre todo, la de azuzar al gobierno marroquí, una dictadura policíaca revestida con el oropel monárquico, para que haga el trabajo sucio. ¿Cómo es posible que el gobierno del PSOE hable de “respetar los derechos humanos” cuando entrega a miles de subsaharianos a una condena de muerte segura a manos del gobierno Marroquí?

El asesinato de catorce inmigrantes en las vallas de Ceuta y Melilla ametrallados por las fuerzas de seguridad marroquíes sólo ha provocado unas cuantas declaraciones del gobierno español demandando un trato humanitario a los inmigrantes concentrados en la frontera. De la misma manera, la represión de miles de activistas saharauis y el asesinato de decenas de ellos a manos de las fuerzas policiales de Marruecos, sólo ha provocado el silencio de las autoridades del Estado español.

Pero lo más indecente es que el abandono de miles de subsaharianos a su suerte en el desierto sólo ha movido a manifestaciones diplomáticas del gobierno y un viaje del ministro de exteriores a Rabat para reactivar el convenio firmado en 1992 con Marruecos, amén de asegurar ayuda económica para las repatriaciones de los miles de inmigrantes que se hacinan en las ciudades del norte de Marruecos esperando para pasar la frontera de Ceuta y Melilla.

“El hecho de abandonar en el desierto sin comida ni bebida a mujeres, niños y personas heridas es un crimen contra la humanidad, un genocidio”; “Tampoco se puede decir el viernes que Marruecos respetaba los derechos humanos y hoy rasgarse las vestiduras por lo que esta pasando”, “Ojo con esas devoluciones automáticas que se están haciendo y que están abogando por ellas muchos partidos políticos. Yo tengo muchas reservas”. Quien así se expresa es la adjunta primera al defensor del pueblo, Maria Luisa Cava de Llano, nada sospechosa de simpatías por el marxismo revolucionario.

Todas las convenciones “humanitarias” firmadas por los gobiernos españoles han sido arrastradas por el fango estas semanas en la frontera marroquí. Queda como un ejemplo diáfano de lo que es la legalidad cuando los intereses de clase de los capitalistas están en juego: papel mojado que no sirve para nada.

Acostumbrados a actuar con la impunidad que les proporciona una dictadura como la marroquí, los políticos del reino alawita hablan mucho más claro, sin el adorno cínico y venal del lenguaje diplomático de las “democracias” capitalistas. Mohamed Brahimi, el wali (delegado del gobierno) en Oujda señala “Los europeos caen en una contradicción. Por un lado se nos pide a los marroquíes que resolvamos, nosotros solos, el problema de la inmigración ilegal. Pero, por otro, cuando pese a los pocos medios que tenemos ponemos toda la carne en el asador para hacerlo se rasgan las vestiduras preguntándose si no hemos sido demasiado contundentes”. Este representante de la dictadura marroquí llega aún más lejos: “Mire, le voy a decir lo que de verdad pienso: hay otra forma de terrorismo que es la que practican los países ricos con un continente, África, que han dejado al abandono y que está naufragando” (El País 11 de octubre de 2005).

En este escenario, la demagogia de la derecha no encuentra contención. Mientras Rajoy en su visita a Ceuta azuza el españolismo y exige medios expeditivos para expulsar a los inmigrantes y a Marruecos medidas más contundentes (quizás echarlos al mar directamente), Acebes en Madrid apela a la intervención de la ONU para garantizar un trato humanitario a los subsaharianos expulsados al desierto por el gobierno marroquí. ¿Qué autoridad política o moral tienen estos individuos para hablar de derechos humanos cuando les falta tiempo para respaldar todas y cada una de las acciones imperialistas del gobierno Bush? ¿Acaso exigen derechos humanos para los trabajadores iraquíes y sus familias o para los miles de palestinos masacrados por gobiernos a los que consideran aliados imprescindibles? ¿Qué hicieron ellos durante ochos años cuando estaban en el gobierno en materia de inmigración, salvo aprobar y ampliar las medidas de represión?

La derecha aprovecha toda la situación creada para lanzar sus mensajes racistas y criminalizadores contra los inmigrantes. No es casualidad que allí donde gobiernan, los medios de comunicación afines hayan lanzado una brutal campaña para vincular sistemáticamente delincuencia con inmigración.

La barbarie capitalista es la responsable

La estrategia de llevar a los inmigrantes subsaharianos al desierto y abandonarlos a una muerte segura, también cumple otro objetivo: provocar una atmósfera de terror entre aquellos que lo quieran volver a intentar. Lógicamente como ya se han encargado muchos de señalarlo, los hombres y mujeres que ya tienen una condena de muerte en sus países no tienen nada que perder. Volverán, y lo hartan con más fuerza y mejor organizados.

Desde el gobierno y medios informativos allegados se intenta poner el acento en el lado “humanitario” de esta tragedia. Pero el resultado es un bochorno. Así El País, el mismo periódico que lanza diatrabas histéricas contra la revolución bolivariana en Venezuela por que amenaza la propiedad privada de los grandes capitalistas y terratenientes, se lamenta, en el editorial del martes 11 de octubre, de que “ a la vista de lo ocurrido cabe añadir que [el Gobierno de Zapatero] debió unir a esa exigencia [la de que Marruecos cumpliera con el convenio de readmisión de inmigrantes irregulares] la de un trato humanitario para los subsaharianos expulsados del país. Ahora hay una emergencia que no puede esperar a que algún día el 0,7% de la ayuda al desarrollo contenga la huida del hambre.” Es difícil asegurar que es lo que provoca más desprecio, si la demagogia del PP o el lenguaje falso y cínico de este órgano mediático del gran capital español.

Lo único que acabará con el hambre, la guerra, el sufrimiento de generaciones de personas en todo el planeta será el derrocamiento del capitalismo y su sustitución por un sistema mundial basado en la propiedad colectiva de los medios de producción. Algo que a diarios como El País le pone los pelos de punta.

Sólo con el socialismo, sólo con la planificación armónica de las fuerzas productivas será posible arrancar las cadenas de la barbarie que hoy atenazan a continentes enteros. Con la expropiación del capital financiero, de los grandes monopolios, de las grandes multinacionales de la alimentación, seria posible poner a producir todas las industrias al servicio de las necesidades de la humanidad, acabando en cuestión de poco tiempo con lacras que humillan al género humano desde hace siglos.

La clase obrera española tiene la obligación de inscribir en su bandera la fraternidad con nuestros hermanos de clase inmigrantes. Ellos forman parte de nuestro ejército y de nuestra lucha por la emancipación. La muerte de estos es también nuestra muerte, y sus triunfos son los nuestros.

Este genocidio contra los inmigrantes planificada y acordada en los despachos de Madrid, Londres, Paris, Roma, en los mismos centros de decisión dónde se decide la expoliación imperialista de naciones enteras y de miles de millones de trabajadores en todo el mundo, sólo puede ser contestada con la lucha revolucionaria de la clase obrera. Hoy el capitalismo esta mostrando con toda su crudeza lo que es capaz de dar de sí. La barbarie no es una amenaza es una realidad cada día mas presente en nuestras vidas. Pero hay una alternativa para acabar con esta amenaza, y esa alternativa es la revolución socialista internacional.