Para los soldados, la guerra fue asemejable a una pesadilla sin fin; para los civiles en el frente interno, especialmente las mujeres, muy poco menos que eso. Al final, gran parte de las tierras de Europa quedaron devastadas, millones de hombres  murieron o resultaron heridos. La gran mayoría de las víctimas eran de la clase obrera. Los supervivientes vivieron con graves traumas mentales. Las calles de todas las ciudades de Europa se llenaron de veteranos mutilados. Las naciones quedaron en quiebra, no sólo las perdedoras, sino también las vencedoras.

Este sangriento conflicto llegó a su fin por medio de una revolución, un hecho que ha sido enterrado bajo una montaña de mitos, sentimentalismo pacifista y falsa propaganda patriótica. Hacia 1917, el descontento de las masas en todos los Estados beligerantes era creciente. El pueblo alemán, en particular, sufría la escasez de alimentos, que provocó disturbios y huelgas de masas en todo el país. Hubo motines en los ejércitos y las armadas de Italia, Austria, Francia y Gran Bretaña. En agosto de 1917, los marineros de Wilhelmshaven fueron los primeros en amotinarse. En Hamburgo y Brandeburgo, se aplicó la ley marcial para restablecer el orden.

Brest-Litovsk

A nivel internacional, la Revolución bolchevique de 1917 tuvo un profundo eco. Resonó en las fábricas y trincheras como un toque de clarín. Para los bolcheviques, era urgente salir de la guerra. El ejército ruso se estaba desintegrando. Los soldados rusos y alemanes confraternizaban en el frente oriental. Se reunían juntos en tierra de nadie e intercambiaban gorras y cascos, vodka y licores, se abrazaban y bailaban juntos. Incluso algunos oficiales se unieron a estas celebraciones.

Había que poner fin a la fiesta. El Estado Mayor alemán se dio cuenta del peligro de esta confraternización y ordenó un nuevo avance. El ejército ruso no estaba en condiciones de resistir. Los soldados campesinos, cansados de la guerra, tiraban sus rifles y abandonaban en masa el frente para volver a sus pueblos. El ejército ruso se hundía rápidamente. Los alemanes avanzaban a grandes pasos en el territorio ruso. Se proclamó una tregua apresuradamente, seguida de una conferencia de paz que puso fin a la participación de Rusia en la guerra.

La conferencia se inició en diciembre en Brest-Litovsk (en la actual Bielorrusia), donde el ejército alemán tenía su sede. Como líder de la delegación bolchevique, Trotsky utilizó hábilmente las negociaciones como una plataforma para lanzar la propaganda revolucionaria dirigida a los soldados y los trabajadores de las potencias beligerantes. Trotsky trató de alargar las negociaciones con la esperanza de una revolución en Alemania y Austria que viniera en ayuda de Rusia. Sus discursos, que fueron traducidos al alemán y a otros idiomas, y ampliamente distribuidos, tuvieron un efecto considerable.

Los acontecimientos revolucionarios en Rusia transformaron la opinión pública en Austria-Hungría. El ambiente de rebelión se reflejó en una ola de huelgas de fábrica, que obligó al gobierno a atender las quejas de los trabajadores, mejorar las condiciones de trabajo y aliviar los controles del tiempo de guerra. Las huelgas de enero de 1918 fueron el primer paso en el camino hacia la revolución. Tuvieron un efecto tremendo en las filas del ejército y, sobre todo, en la marina. Pero el desarrollo de la revolución en Austria-Hungría y Alemania necesitaba tiempo, del que no disponía la Revolución rusa.

En un momento dado, como signo de impaciencia con la táctica dilatoria de Trotsky, el general Hoffmann puso sus botas sobre la mesa. En sus memorias, Trotsky comentaría que las botas de Hoffmann eran la única cosa verdadera en esa habitación. Los bolcheviques no tenían ejército para defender el poder soviético. El viejo ejército zarista prácticamente había dejado de existir y el Ejército Rojo aún no había sido creado. La Revolución bolchevique estaba amenazada por todos lados, en peligro de ser estrangulada desde su nacimiento. 

El ejército alemán siguió avanzando y tomó el control de Polonia, los países bálticos y Ucrania. Las potencias aliadas también intervinieron: los franceses en Odessa, los británicos en Murmansk, y los japoneses en el extremo oriental ruso. Bajo estas circunstancias, los bolcheviques se vieron obligados a aceptar las duras condiciones impuestas por el imperialismo alemán en Brest-Litovsk. Fue un golpe, pero le dio a los bolcheviques un respiro, para dar tiempo a la revolución a desarrollarse en Europa. No tuvieron que esperar demasiado.

Austria-Hungría 

Los marineros de la flota, procedentes principalmente del proletariado, fueron particularmente activos como fuerza revolucionaria, no sólo en Rusia, sino también en Austria-Hungría y Alemania. Los buques de guerra eran como fábricas flotantes, y el estrecho contacto con los oficiales creó un profundo odio de clase. En Austria-Hungría, las primeras revueltas navales comenzaron en julio de 1917, durante una interrupción del suministro de alimentos. Un submarino austríaco desertó a Italia en octubre de 1917, provocando el temor de que las fuerzas austro-húngaras se impregnaran del estado de ánimo revolucionario que afectó a los rusos.

En enero de 1918, cientos de miles de trabajadores fueron a la huelga en Viena. Los marineros revolucionarios apoyaron activamente a los trabajadores en huelga en el arsenal de Pola [hoy en Croacia]. Los soldados eslovenos, serbios, checos y húngaros se amotinaron en el ejército. En febrero, la tripulación del acorazado Sankt Georg participó en el motín que estalló en Kotor [Montenegro], su capitán recibió un disparo en la cabeza. Los amotinados exigían una mejor alimentación y una «paz justa», basada en los catorce puntos del presidente Wilson.

La llegada de tres buques de guerra obligó a los rebeldes a rendirse, pero el levantamiento fue una señal de advertencia para el gobierno. Más de 400 marineros fueron encarcelados por su participación en el motín, cuatro de los cuales fueron ejecutados. El 27 de octubre de 1918, en los días finales de la guerra, el malestar estalló de nuevo después de que el ejército austrohúngaro se derrumbara frente a una ofensiva italiana. Los buques de guerra quedaron pronto bajo el control de sus tripulaciones.

El carcomido edificio del imperio de los Habsburgo se tambaleó y sucumbió bajo los golpes de la revolución. Entre el 28 y el 31 de octubre de 1918, la monarquía se desplomó. Sus ejércitos estaban dispersos y destruidos, y nuevos gobiernos nacionales fueron surgiendo en las regiones. El viejo Estado austrohúngaro había dejado de existir. El poder estaba en la calle, esperando a que alguien lo tomara. Si hubiera existido un partido bolchevique para hacerse con la situación, el Imperio austrohúngaro habría seguido el mismo camino que sus vecinos rusos. Pero los llamados marxistas austriacos no eran diferentes a los mencheviques rusos, y no tenían la más mínima idea de cómo asumir el poder.

El colapso de la ofensiva de Ludendorff

A pesar de la situación extrema en la moral alemana, tanto en casa como en el ejército, el general Ludendorff lanzó una serie de ofensivas en la primavera de 1918, en un último intento desesperado por romper el punto muerto en el frente occidental. Entre el 21 de marzo y el 4 de abril de 1918, en la primera ronda de estas aventuras suicidas, las fuerzas alemanas sufrieron más de 240.000 bajas. Fue una pérdida de vidas inútil.

A mediados de junio de 1918, estaba claro que esta última apuesta había fracasado. Los alemanes pagaron un alto precio por esta aventura, con pérdidas finales de casi un millón de soldados. Es cierto que las pérdidas sufridas por los aliados fueron casi tan grandes, pero su contingente se vio reforzado con la llegada de las tropas estadounidenses. Más de 200.000 nuevos soldados se incorporaron cada mes de mayo a octubre de 1918. A finales de julio de 1918, más de un millón de hombres formaban parte del cuerpo expedicionario americano en el frente occidental. Ya no había esperanzas para la posición alemana.

El empuje final de los Aliados hacia la frontera alemana comenzó el 17 de octubre de 1918. A medida que los ejércitos británico, francés y estadounidense avanzaban, la alianza entre las Potencias Centrales, ya bajo una presión insoportable, comenzó a desmoronarse. Turquía firmó un armisticio a finales de octubre, Austria-Hungría le siguió el 3 de noviembre. Alemania se quedó sola frente a la renovada embestida aliada.

En el otoño de 1918, la situación en Alemania era crítica. El emperador alemán y su jefe militar, Erich Ludendorff, se dieron cuenta de que no había otra alternativa. Alemania debía pedir la paz. Pero la situación ya estaba fuera de control. El poder se les escapaba de las manos. Después de años de sufrimiento, el país se rebelaba cansado de la guerra y del hambre. El descontento y el hambre eran moneda corriente en Alemania. El país entero era un barril de pólvora a la espera de una chispa que provocara una explosión.

Ante la amenaza de una revolución inmediata, el príncipe Maximiliano de Baden intentó llevar a cabo reformas que transformaran Alemania en una monarquía constitucional. Pero las cosas ya habían ido demasiado lejos. El rumor de que una orden había sido emitida para atacar a la escuadra inglesa en el Mar del Norte, desencadenó una revuelta de los marineros de la flota de guerra en Wilhelmshaven y Kiel, el 30 de octubre. Todo el mundo sabía que la guerra estaba perdida. La moral de los marineros ya estaba bajo fondo. Tal ataque suicida, mientras que las negociaciones del armisticio estaban en marcha, habría sido otra pérdida de vidas sin sentido.

Los marineros aprobaron una resolución declarando su negativa a maniobrar. Los oficiales respondieron arrestando a algunos de los hombres, lo que provocó una manifestación masiva el 3 de noviembre. Dichas manifestaciones recibieron disparos, matando a 8 marineros y dejando 29 heridos. El incidente tuvo un efecto electrizante tanto entre los trabajadores como entre los marineros.

Los trabajadores de Kiel se unieron al movimiento un día después de la manifestación, creando los primeros consejos de soldados y trabajadores en Alemania. De Kiel, el motín se extendió rápidamente a otras provincias y ciudades, tales como Lübeck y Hamburgo. En Colonia, se establecieron los consejos en cuestión de días. Hubo poca resistencia. Los consejos revolucionarios exigían el fin de la guerra, la abdicación del káiser y la declaración de una república.

Se exigía la liberación de los presos políticos, la libertad de prensa y de expresión, la abolición de la censura, mejores condiciones para los hombres, y que no se diera orden a la flota para pasar a la ofensiva. El 5 de noviembre, un periódico de la región del norte escribía: «La revolución está en marcha: lo que pasó en Kiel se extenderá por toda Alemania. Lo que los obreros y los soldados quieren no es el caos, sino un nuevo orden; No la anarquía, sino la república social». La Revolución alemana había empezado.

La Revolución alemana

En sólo unos pocos días, la revuelta se extendió por todo el imperio con poca o ninguna resistencia por parte del viejo orden. En todas partes, los trabajadores se unieron a los soldados en un movimiento de masas imparable contra el odiado régimen monárquico. A lo largo y ancho del imperio, se formaron consejos de obreros y soldados, dispuestos para tomar el poder en sus manos ¿Pero qué partido estaba dispuesto a tomar el poder?

El Partido Socialdemócrata contaba con el apoyo de la mayoría de los trabajadores. Se puso a la cabeza de la revolución. Pero en 1917, se había dividido en el Partido Social Demócrata de Alemania Mayoritario (MSPD) y en el Partido Socialdemócrata Independiente de Alemania (USPD). El 5 de octubre de 1918, los Socialistas Independientes hicieron un llamamiento para la creación de una república socialista. En Berlín, se formó un comité de delegados revolucionarios y empezaron a recoger armas.

En Baviera, el 7 de noviembre 1918, una manifestación masiva de miles de trabajadores exigió la paz, el pan, la jornada de ocho horas, y el derrocamiento de la monarquía. Al día siguiente, los Independientes organizaron el Consejo Constituyente de Soldados, Obreros, y Campesinos, y este cuerpo proclamó el establecimiento de la República Democrática y Social de Baviera, liderada por Kurt Eisner.

Bajo la presión de las masas, los ministros socialistas renunciaron en masa a su cargo en el Gabinete del príncipe Maximiliano. El Consejo Sindical del Gran Berlín amenazó con una huelga general si el emperador no abdicaba. La huelga general y las manifestaciones se convocaron en la mañana del 9. Se formó un Consejo de Obreros y Soldados, y los regimientos y soldados estacionados en Berlín fueron ganados al lado de la revolución.

A pesar de estos hechos y de los informes que le llegaban de sus asesores militares, que indicaban que el apoyo, incluso entre sus aliados, se evaporaba rápidamente, el káiser Guillermo II no sabía decidirse si abdicar o no. Este crédulo confiaba que incluso si era obligado a abandonar el trono imperial, aún podría permanecer como rey de Prusia. Tales delirios patéticos son siempre el último refugio de un régimen frente a la perspectiva de la derrota inminente.

Una delegación de los Socialistas Mayoritarios, entre ellos Friedrich Ebert y Scheidemann, fue a ver al príncipe Maximiliano. Se le informó de que las tropas se habían unido a la revolución y de que tenía que formarse un nuevo gobierno democrático. A Ebert se le preguntó si quería tomar el poder sobre la base de la constitución o del Consejo de Soldados y Trabajadores. El príncipe no tuvo más remedio que anunciar la abdicación del Káiser, aunque no había recibido ninguna orden de ese lado. El mismo von Baden [obligado también a renunciar ese mismo día] le entregó a Ebert su gabinete, y este último se autoproclamó canciller del Reich.

Los socialdemócratas en el poder

En estado de pánico, la clase dominante alemana cedió apresuradamente el poder a los únicos que pensaba que podrían controlar a los trabajadores. Ellos transfirieron la dirección del Parlamento a los socialdemócratas de derechas de Friedrich Ebert, quien trabajaba en connivencia con el ejército. Ebert creía que la simple transferencia de poder del príncipe a sí mismo representaba la victoria final de la revolución. Para estos señores, todo el propósito de la revolución no era más que llevar a cabo una remodelación ministerial por arriba. Ebert incluso habría quedado satisfecho con una monarquía constitucional, siempre que el nuevo Estado hubiera sido aprobado por una asamblea constituyente.

Ésa era la mentalidad de los que ocupaban los cómodos sillones ministeriales. Pero el estado de ánimo en las calles era muy diferente. ¿Era para eso para lo que los obreros y soldados habían luchado y sacrificado sus vidas? Los trabajadores pronto les darían una respuesta contundente. El escenario cuidadosamente planificado en los pasillos del poder quedó inmediatamente obsoleto ante el movimiento de las masas. Una manifestación multitudinaria rodeó el edificio del Reichstag, en Berlín, forzando a los dirigentes socialistas a reaccionar. Desde el balcón de dicho edificio, ante la multitud, el diputado socialdemócrata Philipp Scheidemann proclamó la república a mediodía del 9 de noviembre:

«El Emperador ha abdicado. Él y sus amigos han huido; el pueblo los ha vencido en todas las líneas. El príncipe Max von Baden ha cedido su cargo de canciller al diputado Ebert. Nuestro amigo formará un gobierno formado por trabajadores de todos los partidos socialistas. No se debe molestar al nuevo gobierno en su tarea por la paz y por obtener trabajo y comida. Obreros y soldados, sed conscientes del significado histórico de este día: lo inaudito ha ocurrido. Ante nosotros está una tarea grande e imprevisible. Todo por el pueblo. Todo a través del pueblo. Nada debe suceder que deshonre al movimiento obrero. Permaneced unidos, leales y conscientes de la responsabilidad. Lo viejo y decadente, la monarquía está destruida. Viva lo nuevo. ¡Viva la República Alemana!».

Tras el discurso, Philip Scheideman se topó con un furioso Ebert. «No tienes derecho a proclamar la república!», Gritó Ebert. «Lo que suceda en Alemania, ya sea que se convierta en una república o en otra cosa, lo debe decidir una asamblea constituyente». Pero el empuje de las masas obligó a los Socialistas Mayoritarios a proclamar la República antes de ser constituida siquiera dicha Asamblea. En sus memorias, Scheidemann afirmó que hizo aquel discurso con el fin de frustrar la intención de Karl Liebknecht de proclamar la república socialista y el plan secreto de Ebert de restaurar la monarquía.

Todavía en las nubes, como los desafortunados monarcas tienden a estar, Guillermo II pidió consejo sobre qué hacer al ministro de Defensa, Wilhelm Groener y al jefe militar, Paul von Hindenburg. Para su sorpresa, le informaron de que ya no contaba con el apoyo de los militares. Al día siguiente, 10 de noviembre, se subió a un tren y huyó a Holanda, donde permanecería hasta su muerte en 1941. Las demandas aliadas para su extradición y juicio fueron ignoradas por el monarca holandés.

El final de la guerra

La Primera Guerra Mundial concluyó así con la Revolución alemana. En ese punto, la revolución se había producido sin derramamiento de sangre. Sólo 15 personas perdieron la vida en Berlín el 9 de noviembre. Hay que comparar esto con la enorme cantidad de vidas que fueron sacrificadas como ganado en los campos de la muerte de Ypres, Passchendaele, y el Somme. El nuevo gobierno alemán aceptó lo inevitable. No era posible para Alemania continuar la guerra.

Los dirigentes socialdemócratas tenían la ilusión de que serían tratados con honor por los vencedores. Estaban muy equivocados. Ebert y Scheidemann debían haber prestado más atención a la historia romana, habrían recordado las escalofriantes palabras pronunciadas por el jefe de los galos que saqueó Roma: Vae Victis –¡Ay de los vencidos! Los franceses y británicos trataron a la delegación alemana con total desprecio. Ni siquiera atendieron las más modestas concesiones.

No la conciliación, sino la venganza era lo que estaba en el orden del día. Los imperialistas franceses fueron particularmente vengativos. La firma del Armisticio no tuvo lugar en París, sino en el bosque de Compiègne, a unas 37 millas (60 km) al norte de la capital francesa. El lugar elegido por el comandante militar francés, Ferdinand Foch, no fueron los salones de mármol de Versalles, sino el vagón de un tren. Este pequeño detalle fue calculado para profundizar, aún más, la humillación de los alemanes.

El 11 de noviembre se firmó un armisticio con el que se ponían fin a las hostilidades formalmente. Con la bota de Foch en el cuello, la delegación alemana tragó saliva y firmó los términos dictados por el mariscal francés. Éste fue el comunicado que se emitió:

“Radio Oficial de París – 6:01a.m. 11 de noviembre de 1918. Mariscal Foch al Comandante en Jefe.

  1. Se detienen las hostilidades en todos los frentes a partir de las 11a.m. del 11 de noviembre (hora francesa).
  1. Las tropas aliadas no traspasarán más allá de la línea alcanzada a esa hora en esa fecha hasta nueva orden.

[Firmado]

MARISCAL FOCH

05:45a.m.”

Fue esencialmente una rendición alemana. Los términos del armisticio fueron graves. Alemania recibió la orden de entregar 5.000 cañones, 25.000 ametralladoras, 1.700 aviones, y todos los submarinos que poseía (de hecho, se les pidió que entregaran más submarinos de los que poseían). También se les pidió la entrega de varios buques de guerra y el desarme de todos los que se les permitió conservar. Alemania iba a quedarse sin defensa. Si Alemania rompía cualquiera de los términos del armisticio,  como la evacuación de las zonas que les fue ordenado, o si no entregaba las armas o los prisioneros de guerra en los plazos de tiempo otorgado, la guerra continuaría dentro de las 48 horas siguientes.

El armisticio fue seguido por el depredador Tratado de Versalles. Alemania se vio obligada a hacerse responsable de la Primera Guerra Mundial y a comprometerse a pagar las reparaciones, estimadas en alrededor de 22 mil millones de libras (35 mil millones de dólares, 27 mil millones de euros) en dinero actual. Fue sólo en 2010, cuando Alemania terminó de pagar su deuda de guerra, con un pago final de 59 millones de libras (95 millones de dólares, 71 millones de euros). El saqueo sistemático del pueblo alemán hundió a la nación derrotada en una profunda crisis económica, social y política, que finalmente terminó con la victoria de Hitler y una nueva y aún más terrible guerra mundial.

No podían imaginar los vencedores de la Primera Guerra Mundial que algo más de dos décadas después, en 1940, otro armisticio se firmaría en el mismo vagón de ferrocarril en el bosque de Compiègne. Pero, esta vez, fue Alemania la que impuso a Francia las condiciones del acuerdo para poner fin a los combates. Adolf Hitler se sentó en el mismo asiento que había ocupado el Mariscal Foch, en 1918. El vagón fue tomado y exhibido en Alemania como trofeo de guerra. Finalmente, fue destruido en 1945.

La traición de los socialdemócratas

A medida que el ruido ensordecedor de la artillería era silenciado y el denso humo de los disparos se disipaba, los obreros y soldados de las antiguas naciones beligerantes levantaron la vista y vieron a sus antiguos enemigos de forma diferente. La Revolución rusa brillaba como un faro de luz en medio de la oscuridad. Si la Revolución alemana de 1918 hubiera seguido su ejemplo, toda la historia del mundo se habría transformado.

Pero debido a las políticas de los líderes obreros, esta revolución no fue llevada a cabo hasta el final y fue, finalmente, derrotada. Karl Liebknecht y  Rosa Luxemburgo crearon el nuevo Partido Comunista de Alemania el 30 de diciembre de 1918. Sin embargo, todavía eran una minoría, como Lenin y los bolcheviques en los primeros meses de la Revolución rusa. Por una ironía de la historia, fue el ala de derechas de los socialdemócratas alemanes, los mismos que habían traicionado a la clase obrera al votar los créditos de guerra en 1914, quienes se vieron arrastrados por el primer movimiento espontáneo de la Revolución alemana y empujados a liderarlo.

Para Ebert y Scheidemann, igual que para los mencheviques en Rusia, el logro de una república burguesa era suficiente. Querían evitar cualquier amenaza de una revolución al estilo bolchevique. El káiser se había ido, pero la infraestructura esencial del Estado imperial se mantenía intacta: la burocracia, el poder de los militares, la iglesia, y la vieja élite seguían firmemente en pie.

Otros pensaban de manera diferente. Los espartaquistas, bajo la dirección de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, nominalmente parte de los Socialdemócratas Independientes, proclamaron la República Socialista Soviética el mismo día de la proclama de Scheidemann. En enero de 1919, los consejos de obreros y soldados coexistían con una Asamblea Nacional Constituyente burguesa. Sin embargo, mientras que en Rusia los soviets disolvieron la Asamblea Constituyente, en Alemania fue al revés. Detrás de la fachada de una asamblea elegida, todas las viejas instituciones políticas y económicas permanecieron intactas.

Escondidas detrás de los faldones de la socialdemocracia, las fuerzas reaccionarias comenzaron a construir una fuerza capaz de aplastar a los obreros revolucionarios. Se reclutaron soldados desmovilizados para formar los cuerpos francos paramilitares, bandas armadas dedicadas a la restauración del status quo y el restablecimiento del «orden». En enero de 1919, hubo un levantamiento en Berlín, la revuelta espartaquista fue brutalmente aplastada. La República Soviética de Baviera fue ahogada en sangre.

La derrota de la Revolución alemana fue un punto de inflexión en la historia del mundo. La recién nacida República Soviética húngara fue aplastada por las tropas rumanas en colusión con los imperialistas franceses y británicos.  Las políticas confusas de Béla Kun contribuyeron a esta derrota, y la Rusia soviética estaba demasiado débil y asediada para venir en su ayuda. El poder pasó al lado de los contrarrevolucionarios bajo el mando de Miklos Horthy, ex almirante de la Armada austrohúngara, que aplastó a los obreros y campesinos bajo el talón de un terror blanco.

Revolución y contrarrevolución en Italia

Un escenario algo similar se desarrolló en Italia, aunque tomó más tiempo y, al igual que en Alemania, el trabajo de la contrarrevolución fue llevado a cabo por fuerzas internas, no por una invasión extranjera como en Hungría. Las divisiones sociales y políticas engendradas por el esfuerzo de la guerra produjeron aún más fragmentación en la crisis revolucionaria de 1919-1920.

La burguesía imperialista italiana había sido persuadida para unirse a la guerra en el bando aliado, tentada por las ofertas prometidas de nuevos territorios por el Tratado de Londres de 1915. El tratado alentó las ilusiones de los imperialistas italianos, su vanidad se hinchó con sueños de recuperación de la grandeza del Imperio romano. Pero estas ilusiones se desvanecieron pronto. Los bandidos británicos y franceses se llevaron la parte del león del botín y dejaron las migajas a los italianos.

Hubo una ola de huelgas de masas y ocupaciones de fábricas en Italia. En 1919, un millón de trabajadores se había declarado en huelga, seguida de otra de 200.000 a principios de 1920. En esas fábricas, que aún estaban en funcionamiento, los trabajadores se organizaron bajo la creación de consejos (o soviets). En septiembre de 1920, 500.000 trabajadores estaban en huelga. Italia estaba al borde de la revolución.

La burguesía, aterrorizada por la amenaza de la revolución, recurrió a la duplicidad, ofreciéndose a negociar concesiones salariales si los trabajadores abandonaban las fábricas. La estratagema funcionó. La energía revolucionaria colosal mostrada por la clase obrera se disipó por la falta de una dirección revolucionaria decidida. Los trabajadores pusieron fin a la huelga, dando tiempo a la clase dominante para movilizar las fuerzas de la contrarrevolución.

El proletariado había arrojado el guante a la burguesía, que era incapaz de resolver las profundas contradicciones de la sociedad italiana. Éstas sólo podían ser resueltas por fuerzas provenientes de fuera de los estrechos límites de la democracia burguesa: ya fuera por la victoria de la revolución proletaria, o del fascismo. La democracia burguesa italiana tenía raíces muy débiles. Durante la guerra, el parlamento apenas se reunió. El poder real se concentraba en las manos de una pequeña camarilla de políticos, industriales y generales.

El fascismo fue un movimiento basado en la pequeña burguesía y el lumpen-proletariado: amargados veteranos del ejército, ex oficiales del ejército y suboficiales, los hijos de los ricos y una variedad de elementos desclasados. Con su peculiar mezcla de chovinismo, imperialismo y demagogia social, dibujó una bandera bajo la cual todos los elementos descontentos y dispares podrían unirse y adquirir una apariencia de unidad, disciplina y determinación.

Hijo de un herrero, Mussolini comenzó su vida política como miembro del Partido Socialista. Se opuso inicialmente a la entrada de Italia en la Primera Guerra Mundial, pero más tarde se convirtió en un chovinista rabioso. Mussolini atacó al gobierno italiano por la debilidad mostrada en el Tratado de Versalles. Unió a varios grupos de derecha en una sola fuerza y, en marzo de 1919, formó el Partido Fascista. Los orígenes plebeyos de Mussolini, sus credenciales anteriores como socialista y su talento como orador demagogo y populachero, hicieron de él un líder perfecto para un movimiento como ése.

Bajo el pretexto de la lucha contra el sistema, el principal objetivo de la violencia fascista fueron los obreros y campesinos revolucionarios. Los nacionalistas pequeñoburgueses enfurecidos proporcionaban un terreno fértil para el reclutamiento de los reaccionarios. Mussolini había utilizado las bandas fascistas como ariete para aplastar al movimiento obrero y salvar a la burguesía de la amenaza de la revolución. Pero a cambio de sus servicios, obligó a la burguesía a ponerse bajo sus pies. Esto lo logró con su teatral golpe de Estado, conocido históricamente como la Marcha sobre Roma.

Mussolini declaró que sólo él podía restaurar el orden. La aterrorizada burguesía le entregó el poder que exigía. A continuación, procedió a desmantelar las instituciones de la democracia burguesa, tomando el título de «Il Duce» ( «El Líder»). El fracaso de los dirigentes obreros para tomar el poder ayudándose de la situación revolucionaria existente, llevó directamente a la victoria del fascismo en Italia. En Alemania, la traición de los dirigentes socialdemócratas preparó el camino para el ascenso de Hitler y de otra, mucho más sangrienta y destructiva guerra mundial.

¿Puede haber otra guerra mundial?

La pregunta surge inevitablemente: ¿Puede haber otra guerra mundial? Hoy en día, las contradicciones del capitalismo han vuelto a aparecer de una manera explosiva a escala mundial. Un largo período de expansión capitalista, que tiene algunas similitudes sorprendentes con el período que precedió a la Primera Guerra Mundial, llegó a un final dramático en 2008. Ahora estamos en medio de la crisis económica más grave en los 200 años de historia del capitalismo.

Contrariamente a las teorías de los economistas burgueses, la globalización no abolió las contradicciones fundamentales del capitalismo. Sólo las reprodujo a una escala mucho mayor que la anterior: la globalización ahora se manifiesta como una crisis global del capitalismo. La causa fundamental de la crisis es la rebelión de las fuerzas productivas contra los dos obstáculos fundamentales que impiden el progreso humano: la propiedad privada de los medios de producción y el Estado-nación.

En dos ocasiones, los imperialistas trataron de resolver sus contradicciones por medio de la guerra: en 1914 y 1939 ¿Por qué no puede volver a ocurrir esto? Las contradicciones actuales entre los imperialistas son tan agudas que en el pasado ya se hubieran declarado la guerra. La pregunta que debe plantearse es: ¿por qué el mundo no está en guerra, una vez más? La respuesta está en el equilibrio cambiante de fuerzas a escala mundial.

Las tensiones que existen actualmente entre los Estados Unidos, China y Europa en otro período ya habrían conducido a la guerra. Sin embargo, con la existencia de armas nucleares y, también, la diversidad horrible de otros medios bárbaros de destrucción –armas químicas y bacteriológicas– cualquier guerra abierta entre las grandes potencias significaría la aniquilación mutua o, al menos, un precio tan alto que la hace poco atractiva, excepto para generales ignorantes y desequilibrados que, siempre y cuando se mantengan bajo el control de la burguesía en su conjunto, estarán a raya. A más largo plazo, si la clase obrera sufre una serie de derrotas severas, esto puede cambiar. Pero esa no es la perspectiva inmediata en los EE.UU. o cualquier otro país imperialista importante.

El período histórico en el que vivimos es peculiar. En el pasado, siempre había tres o cuatro, o más, potencias imperialistas, pero tras la caída de la URSS, sólo existe un verdadero gigante, Estados Unidos. El poder de la Roma imperial no fue nada en comparación con el de los Estados Unidos hoy en día. El 38% de los gastos militares en el mundo proviene de este país, incluyendo las armas más terribles de destrucción masiva. El imperialismo norteamericano es realmente la mayor potencia contrarrevolucionaria de la historia sobre el planeta.

Desde un punto de vista militar, ningún país puede enfrentarse a la fuerza militar colosal de EE.UU.. Pero ese poder también tiene límites. Hay evidentes contradicciones entre éste, China y Japón en el Pacífico. En el pasado, ya habrían llevado a la guerra. Sin embargo, China ya no es una nación débil, semi-colonial y atrasada, que podría ser fácilmente invadida y reducida a la servidumbre colonial. Es un poder económico y militar cada vez mayor, que está sacando músculo y haciendo valer sus intereses ¡No hay duda de que EE.UU. no se plantea invadir y esclavizar a China! ¿Cómo podría incluso considerar una guerra con un país como China, cuando ni siquiera puede responder a las provocaciones continuas y flagrantes de Corea del Norte? La pregunta es muy concreta.

Algunos analistas están estableciendo paralelismos entre la situación en Siria y la que existía en los Balcanes en 1914. Pero estas comparaciones son superficiales en extremo. Existen diferencias importantes entre la posición de hoy en día y la que existía en la época de Lenin. EE.UU. sólo invadió Irak después de que su ejército se hubiese debilitado gravemente tras un largo período de sanciones, seguido de una campaña de bombardeos por parte de Estados Unidos. Los estadounidenses entraron en Irak con muy poca resistencia efectiva.

Sin embargo, el imperialismo estadounidense, en realidad,  se quemó gravemente los dedos en Irak y, también, en Afganistán. La reacción de la opinión pública estadounidense hizo que no estuviera en condiciones de intervenir en Siria. La debilidad de Washington ya fue expuesta por su incapacidad para luchar contra Rusia por Ucrania. Posteriormente, la intervención de Rusia cambió de manera decisiva la situación militar en Siria. En Siria, es ahora Moscú el que decide y los estadounidenses se han visto obligados a apretar los dientes y aceptarlo. Las predicciones de que estas contradicciones acabarían en una nueva guerra mundial entre Rusia y Estados Unidos han demostrado que carecían de base.

¿Qué hay de Europa? La unidad del imperialismo alemán para establecerse como potencia dominante en Europa fue la principal causa de la Primera Guerra Mundial. Pero, hoy, Alemania no necesita recurrir a estos métodos, ya que ha conquistado lo que quiere por medios económicos. No tendría sentido para Alemania invadir Bélgica o conquistar Alsacia-Lorena, por la sencilla razón de que Alemania ya controla el conjunto de Europa a través de su poder económico. Todas las decisiones importantes son tomadas por Merkel y el Bundesbank, sin necesidad de dar un solo disparo ¿Tal vez Francia podría iniciar una guerra de independencia nacional contra Alemania? Basta plantear la pregunta para ver de inmediato su absurdo.

El quid de la cuestión es que los viejos Estados diminutos de Europa desde hace mucho tiempo dejaron de jugar un papel independiente en el mundo. Ésa es la razón por la cual la burguesía europea se vio obligada a formar la Unión Europea, en un esfuerzo por competir con EE.UU., Rusia y, más tarde, China a escala mundial. Una guerra entre Europa y cualquiera de los Estados antes mencionados se descarta por completo. Primero que todo, Europa carece de un ejército, marina y fuerza aérea. Los ejércitos existentes se mantienen celosamente bajo el control de las diferentes clases dominantes, que, tras la fachada de «unidad» europea, están luchando como gatos en un saco por la defensa de sus «intereses nacionales».

Bajo las condiciones actuales, la perspectiva que ahora se abre no es la guerra entre los Estados europeos, sino la lucha de clases en todos los países de Europa. La introducción del euro, lejos de conducir a una mayor integración europea, sirvió para agudizar las contradicciones nacionales. En el pasado, cuando los países del sur de Europa tenían problemas financieros, podían devaluar su moneda. Hoy en día no tienen esta opción. En su lugar, se ven obligados a recurrir a una «devaluación interna»; eso significa un ataque a los niveles de vida. Esto está ocurriendo no sólo en Grecia, sino en toda Europa y en todo el mundo.

Lo que nos lleva a otro factor importante en la ecuación: el equilibrio de fuerzas internacional entre las clases. La Segunda Guerra Mundial fue el resultado de una serie de graves derrotas de la clase obrera europea. Hitler llegó al poder sólo después de una serie de derrotas de la revolución alemana (1918, 1919, 1921, y 1923). Los trabajadores italianos estuvieron bajo la bota del fascismo. Y, por último, la derrota de la gloriosa clase obrera española, en 1939, eliminó el último obstáculo para una nueva guerra en Europa.

La situación a escala mundial es ahora completamente diferente. La clase obrera no ha sufrido una grave derrota en ninguno de los principales países. Las fuerzas del movimiento obrero están intactas. El campesinado, que proporcionó una enorme reserva a la reacción, el bonapartismo y el fascismo en el pasado, se ha reducido a una fuerza insignificante en Europa y EE.UU. Los estudiantes, que eran también una reserva para la reacción y el fascismo, han oscilado bruscamente hacia la izquierda. Los trabajadores de cuello blanco (funcionarios, maestros, médicos, enfermeras, empleados bancarios, etc.) se han unido a los sindicatos y llevado a cabo huelgas combativas, lo cual era impensable en el pasado.

El imperialismo norteamericano se vio obligado a retirarse de Afganistán debido al cansancio de la guerra de las masas norteamericanas; y cuando Obama propuso el bombardeo de Siria, se vio obligado a dar marcha atrás por la misma razón. No hay deseo en EE.UU. para nuevas intervenciones militares y guerras en ningún lugar. Este es un serio obstáculo en el camino hacia la guerra. No quiere decir que no se producirán guerras -por supuesto, las habrá. Pero las consecuencias políticas serán considerables.

En el caso de Vietnam, el movimiento de masas contra la guerra tomó algunos años en desarrollarse. Con el presente trasfondo de descontento en la sociedad estadounidense, las protestas contra la guerra pueden despegar muy rápidamente y adquirir un contenido revolucionario. La perspectiva general, por lo tanto, no es la de una guerra mundial, sino un aumento de la polarización de clases y de los conflictos dentro de EE.UU. y otros países.

Por todas estas razones, una guerra mundial como la de 1914-1918 o 1939-1945 queda descartada en el futuro próximo. Sin embargo, eso no quiere decir que el mundo será un lugar más pacífico y armonioso, por el contrario, habrá una guerra tras otra, pero serán «pequeñas» guerras, como las guerras en Irak y Afganistán. Ésa es una perspectiva suficientemente terrible para la raza humana.

Optimismo revolucionario

Cerca de 17 millones de soldados y civiles murieron durante la Primera Guerra Mundial. Uno de los que sobrevivieron fue mi abuelo. Al momento de escribir estas líneas, tengo ante mí el viejo libro de familia que recuerdo desde mi infancia. En su interior, hay una página entera titulada, “Lista de honor”. Está decorada en color con las banderas de nuestros valientes aliados: los franceses, estadounidenses, belgas, serbios –y el águila de dos cabezas de la Rusia zarista. Y aquí podemos leer el mismo lema infame que se inscribe en cada monumento a los caídos en la tierra: Dulce et decorum est por patria mori (“dulce y honorable es morir por la patria”).

George Woods, un joven voluntario y entusiasta, se alistó el 1 de septiembre de 1914 en el Regimiento de Gales, con el número 13793, y participó en nueve combates durante cinco años en Francia. Fue desmovilizado el 24 de marzo de 1919. Abandonó el ejército un hombre cambiado. Inspirado en el ejemplo de la Revolución rusa, se unió al Partido Comunista y fue un comunista comprometido hasta que murió. De él aprendí sobre las ideas de Marx y Lenin, sobre la lucha de clases y la Revolución rusa; por eso y, por muchas otras cosas, le estoy eternamente agradecido.

Mi abuelo, un obrero galés del estaño, no estaba solo. La Federación de Mineros de Gales del Sur votó a favor de afiliarse a la Internacional Comunista. En Escocia, los delegados sindicales de Clydeside hicieron lo mismo. Fuera de las ruinas de la Gran Masacre, nació un nuevo espíritu de revuelta. En todos los países beligerantes –en París y Berlín, en Viena y Budapest, en Sofía y Praga- millones de trabajadores se levantaron en pie de lucha por un cambio, por un mundo mejor, por el pan y la justicia: por el socialismo.

Es fácil sacar conclusiones pesimistas de la historia humana en general y, en particular, de las guerras. Siempre hay quienes sacan conclusiones pesimistas de la situación objetiva. El escepticismo y el cinismo son meramente expresiones hipócritas de cobardía moral e intelectual. Tales personas culpan a la clase obrera de su propia impotencia y apostasía. Lenin nunca mostró el menor signo de pesimismo cuando la pesadilla de la guerra y la reacción parecía interminable. Mostró un desprecio absoluto por los pacifistas que se quejaban de los males de la guerra, pero que evitaban sacar conclusiones revolucionarias.

Durante los días oscuros de la Primera Guerra Mundial, la situación de las fuerzas revolucionarias debió parecer sin esperanza. Lenin, una vez más, se vio aislado en el exilio, en Suiza. Sólo estaba en contacto con un grupo muy pequeño. Pero no tenía miedo de luchar contra la corriente, convencido de que la marea cambiaría. Dedicó todas sus fuerzas a educar y formar a los cuadros sobre la base de las genuinas ideas del marxismo. Su obra maestra, El imperialismo, fase superior del capitalismo, es un monumento inmortal a su trabajo en el campo vital de la teoría.

En una ocasión, un pacifista dijo que la guerra era terrible, a lo que Lenin contestó, «sí, terriblemente rentable». Y, al final, esto se ha demostrado cierto. En contradicción con todas las predicciones pesimistas de los escépticos, la guerra imperialista terminó en revolución. La Revolución rusa ofreció a la humanidad un camino para salir de la pesadilla de las guerras, la pobreza y el sufrimiento. Pero la ausencia de una dirección revolucionaria a escala internacional abortó esta posibilidad en un país tras otro. El resultado fue una nueva crisis y una nueva guerra imperialista aún más terrible.

La gran rueda de la historia de la humanidad gira continuamente. Ha sido protagonista de grandes dolores y grandes alegrías. Es una historia interminable de victorias y derrotas. Y nos enseña que cualquier situación, por desesperada que parezca, tarde o temprano se convierte en su contrario, para lo que hay que estar preparado. Esto quedó expresado de modo sorprendente por Shakespeare cuando escribió:

“Existe una marea en los asuntos humanos,

Que, tomada en pleamar, conduce a la fortuna.

Ignorada, todo el viaje de su vida está atado a escollos y desgracias.

En esa pleamar  flotamos ahora.

Y debemos aprovechar la corriente cuando es favorable,

O perder nuestro cargamento”.

Lenin dijo que el capitalismo es horror sin fin. Las convulsiones sangrientas que se están extendiendo por todo el mundo en este momento muestran que tenía razón. Todos estos horrores son la expresión de un sistema socio-económico que se ha agotado y está maduro para su derrocamiento. Los moralistas de clase media lloran y se lamentan sobre estos horrores, pero no tienen ni idea de cuáles son las causas, y menos aún la solución. Pacifistas y moralistas apuntan a los síntomas pero no a la causa subyacente, que se encuentra en un sistema social enfermo que ha sobrevivido a su papel histórico.

Ahora, como entonces, las condiciones se están preparando para un aumento explosivo de la lucha de clases a escala mundial. En el período convulsivo que queda por delante, la clase obrera tendrá muchas oportunidades de transformar la sociedad. El poder de la clase obrera nunca ha sido mayor que ahora. Pero este poder debe organizarse, movilizarse, y dotarse de una dirección adecuada. Esta es la tarea principal del orden del día.

Defendemos firmemente las ideas de Lenin, que han resistido la prueba del tiempo. Junto con las ideas de Marx, Engels y Trotsky, son las únicas que ofrecen la garantía de la victoria futura. No la guerra mundial, sino el aumento sin precedentes de la lucha de clases es la perspectiva para el período en el que hemos entrado. Los horrores que vemos ante nosotros son solamente los síntomas externos de la agonía del capitalismo. Pero también son los dolores de parto de una nueva sociedad que está luchando por nacer. Es nuestra tarea acortar estos dolores y acelerar el nacimiento de una nueva y genuina sociedad humana.

17 de junio de 2016