Escrito por Alan Woods – 06 de agosto, 2018

En 1908, Lenin escribió un artículo titulado Material inflamable en la política mundial. Pero la cantidad de material inflamable en la situación del mundo actual eclipsaría cualquier idea que el líder bolchevique hubiera podido tener en mente. Por todas partes observamos síntomas de inestabilidad, agitación y convulsión: en el conflicto entre Rusia y Ucrania, en la sangrienta guerra civil siria, en el conflicto entre Irán, Israel y Arabia Saudí, en la cuestión sin resolver de Palestina y en la ya interminable guerra en Afganistán.

A la palestra de esta arena mundial sumida en una atmósfera explosiva salta Donald J. Trump. Los políticos del establishment, tanto en EE. UU como en el resto del mundo, han observado su ascenso al poder con consternación. Se le culpa de forma abierta de sumir al mundo en una crisis política y económica aún más intensa. No cabe duda de que este tipo de acusaciones suelen ser exageradas. El señor Trump no es el arquitecto de la crisis por la que estamos pasando, ni tampoco lo es ningún otro individuo. Se trata, al contrario, de la manifestación de una crisis orgánica de un sistema que ha llegado a sus límites históricos y se encuentra en un callejón sin salida.

Aún así, el marxismo nunca ha negado el papel del individuo en la historia. Aunque Trump no haya creado esta crisis, sus acciones sin duda la han intensificado, le han aportado un carácter todavía más frenético, inestable e impredecible. Ha logrado perturbar el orden mundial y ha roto acuerdos que la burguesía mundial había construido sobre cimientos débiles con el fin de salvaguardar una apariencia de normalidad.

Ian Bremmer, el presidente de Eurasia Group, afirmaba lo siguiente:

«Dentro de los Estados Unidos, Trump no ha tenido un gran impacto en la política del país. El “barrizal” que suponen la burocracia y el Congreso han frenado sus acciones. En el plano internacional, cuando Trump llegó al poder, el mundo ya se estaba distanciado del orden liderado por los EE. UU., pero sus acciones no han hecho más que dar un empujón cuesta abajo a esta noción».

Como es de esperar, el señor Trump no ve la situación de esta forma. En sus discursos recientes ha alardeado sobre el éxito de su política internacional:

«No vamos a disculparnos por América. Vamos a levantarnos por América. Basta de pedir perdón. Nos volverán a respetar. Sí, América ha regresado».

Cuando habla de América, en realidad Donald J. Trump habla de sí mismo. Como él mismo siempre tiene que ser el número uno (el más grande, el más rico, el más poderoso y el mejor de los mejores), de igual forma debe serlo el país que lidera. No hace mucho, en el estadio de Annapolis, que pertenece a la Academia Naval de los Estados Unidos, Trump les dedicaba las siguientes palabras a unos cadetes: «La victoria sienta bien, ¿no es verdad? No hay nada como ganar. Siempre tenéis que ganar». Cualquiera y cualquier cosa que se ponga en su camino debe ser aplastada sin piedad, de la misma forma que pasó por encima de sus competidores en el terreno de los negocios.

Pero para que América gane, otros tienen que perder. Nunca ha utilizado estas palabras, pero son el trasfondo obvio de todo lo que dice y hace. Trump no tiene ningún interés en trabajar con sus aliados, a los que considera una traba para su libertad de acción. A través de su obtuso afán por la línea política de «América primero», Trump ha dañado las relaciones de los Estados Unidos con sus aliados tradicionales. En el plano internacional, los Estados Unidos se encuentran aislados como no lo habían estado en los últimos 50 años.

Qué significa Donald Trump

La ideología de «América primero» de Trump se parece mucho a la de otros presidentes aislacionistas que hubo antes. Pero por lo menos estos últimos intentaron disimular el verdadero carácter de sus políticas tapando su desnudez con el manto respetable de la democracia. A Donald J. Trump no le interesa ningún manto, ni el respeto ni la democracia. No intenta maquillar su admiración por «hombres fuertes» de carácter autoritario como Abdulfatah Al-Sisi o incluso Vladímir Putin. A escondidas, envidia la libertad de acción que poseen y se pregunta por qué las ataduras de la democracia burguesa no dejan de apretar sus manos atadas por la espalda.

Donald Trump muestra de forma abierta la naturaleza agresiva del imperialismo estadounidense. Intimida y acosa a otros países sin tapujos, incluso a aquéllos que han sido tradicionalmente aliados de los Estados Unidos. Alardea sobre el poder infinito del imperialismo estadounidense y no lo piensa dos veces antes de humillar a sus mejores aliados. Dice en público lo que otros anteriormente habían susurrado en los rincones oscuros del Despacho Oval, del Departamento de Estado y del Pentágono. Este es su pecado capital, un pecado por el que el establishment de Washington no puede perdonarlo.

Sin embargo, hay algo más que un tanto de hipocresía en las palabras de los burgueses que critican a Trump. ¿Acaso la línea política que Trump sigue es distinta a la que siguieron en el pasado Truman, Eisenhower, Kennedy, Nixon, Reagan o Bush? De hecho, ¿se distingue tanto de aquélla que siguió Barack Obama? Recordemos las actividades criminales del imperialismo estadounidense en Vietnam, Guatemala, Chile, Nicaragua, Indonesia, Cuba e Irak. De forma inmediata, nos daremos cuenta de la violencia, la falsedad y la brutalidad que siempre han distinguido a las políticas imperialistas de los Estados Unidos.

La diferencia es que la línea política de Donald Trump es mucho más abierta y evidente (podría decirse que hasta honesta) que la de sus predecesores hipócritas. Estos actuaban de forma muy parecida a la de Gloucester en la obra Enrique VI de Shakespeare:

«Vaya si sé sonreír, y asesinar mientras sonrío;

y lanzar ¡bravos! a lo que aflige mi corazón;

y humedecer mis mejillas con lágrimas artificiales,

y componer mi rostro según lo exija cada ocasión». (Enrique VI, Parte III, escena 3).

Este no es el lugar ni el momento en el que realizar un análisis psicológico de Trump en profundidad (un campo en el que el presente autor no es un experto). Pero no es difícil llegar a la conclusión de que su afán obsesivo por el poder se trata de un síntoma de una psique poco estable. Las similitudes entre el político Donald Trump y el especulador inmobiliario Donald Trump han sido el eje de una especulación general. La filosofía de «la ley del más fuerte» que pone en práctica el político Trump es una consecuencia directa de las leyes capitalistas de la economía de mercado. Donald Trump, con su personalidad, su psicología y sus instintos refleja de forma perfecta la naturaleza real de la clase a la que representa.

La economía de mercado es una jungla en la que bestias voraces se dan a la caza entre ellas. Es una cuestión de supervivencia del más apto. No hay lugar para la moral o el sentimentalismo. Se trata de una cuestión de matar o morir. El mostrar clemencia hacia tus competidores en un símbolo de debilidad. Y los débiles en la jungla suelen acabar muertos.

Si se trata de locura, es una locura que emana directamente de un sistema socioeconómico demente. La máscara sonriente de la democracia ha caído para desvelar la verdadera, horrenda cara del capitalismo estadounidense y su vástago primogénito: el imperialismo. Esta es la escuela de la vida en la que Donald J. Trump se crió desde el principio y la que ha amoldado su actitud hacia la vida, la política y el mundo en general. Esta sed insaciable por el éxito que le hizo avanzar en el campo de los negocios lo ha arrastrado a una ambición política que consume todo.

Los principios básicos del mercado tienen profundas raíces en su subconsciente, moldean cada uno de sus pensamientos y acciones. Basto, ignorante, cerrado de mente, codicioso, egoísta y completamente impasible hacia las consecuencias de sus acciones en las vidas de otros: nos encontramos ante la personificación absoluta del espíritu del capitalismo. Donald Trump es la recapitulación del sistema, su amoralidad inherente, su brutalidad y su violencia. Es su más pura y absoluta expresión.

Como un hombre sin principios ni una ideología en concreto, Trump tiene un sentido limitado de la historia y poca comprensión de los asuntos internacionales. Su planteamiento hacia el mundo está basado de forma exclusiva en el control presidencial. Este monomaníaco extremo no tiene confianza alguna en la línea de política exterior establecida por el Departamento de Estado, en el Consejo de Seguridad Nacional ni en la comunidad de inteligencia. Esto es algo que tiene en común con Richard Nixon, una clase de individuo a la que se asemeja. Los ha ignorado porque le «trataban como si no fuera nadie» antes de que fuera elegido, y porque lo han perseguido y sometido a una caza de brujas desde entonces.

Esto es algo que su ego desproporcionado nunca podría permitir. Y es así como ignorando a los «expertos», cree que puede controlar el mundo desde lo alto de la Torre Trump. En un discurso reciente dirigido a su público idólatra, el presidente desahogó sus sentimientos de frustración hacía este rechazo injusto e injustificado. En un mitin en Minnesota presumió sobre su riqueza e inteligencia, preguntándose por qué no se le consideraba una «élite» a pesar de su cartera de propiedades:

«Siempre se dirigen al lado contrario como “la élite”. ¿Pero por qué van a ser la élite? Tengo un apartamento mucho mejor que el que tienen ellos”, dijo el presidente de los Estados Unidos. “Soy más inteligente que ellos. Más rico que ellos. He llegado a ser presidente y ellos no. Y soy el representante de la nación más grande, más inteligente, más leal (sic) que existe en la Tierra”.

Esta es la voz de un parvenu[i] al que se le niega la entrada a un club exclusivo al que quiere acceder. Su odio hacia el «establishment de Washington» está motivado sobre todo por sentimientos de envidia y resentimiento. Representa de forma exacta los mismos intereses de clase, solo que, según su opinión, los representa de una forma mucho más efectiva que los liberales decadentes y débiles del Partido Demócrata o los miembros del establishment en el Partido Republicano. Y con todo, su ingenio único no recibe el reconocimiento que se merece. Habiendo sido elegido presidente del país más poderoso de la tierra, no es capaz de comprender la razón por la que todavía no se le deja entrar al club.

El acuerdo nuclear con Irán

No hay mejor ejemplo que ilustre la naturaleza de Trump y su forma de ver el mundo que su destrucción del acuerdo de 2015 con Irán. Tras dos años de actividad diplomática intensa por parte de Europa y los Estados Unidos junto a China y Rusia, de debatir y regatear, se llegó al fin a un acuerdo satisfactorio lleno de concesiones con Teherán. Irán cumplió con los términos del acuerdo de forma escrupulosa. Si se le puede culpar a alguien de haber violado este acuerdo es a los estadounidenses y no a los iraníes. Y este fue el caso incluso bajo el mandato de Obama.

Había sido recibido como el acuerdo de no-proliferación nuclear más relevante en más de un cuarto de siglo. Para el presidente Obama, este acuerdo suponía el fin de las sanciones contra Irán a cambio de que los iraníes garantizaran el fin de su carrera armamentística nuclear, un «avance histórico fruto del entendimiento». Pero para Donald Trump, esto fue «el peor acuerdo jamás negociado». Afirmó que su disolución sería su «prioridad número uno» pero no especificó lo que quería hacer.

En la película El Padrino Marlon Brando menciona la archiconocida frase: «Le haré una oferta que no podrá rechazar». El presidente Trump le hizo a Irán una oferta que sabía que no podrían aceptar. No solo acusó (falsamente) a Teherán de no haber cumplido con el acuerdo nuclear, sino que además demandó que frenaran sus acciones en Oriente Medio, sobre todo las de la guerra de Siria. Estas concesiones no se habían demandado en el acuerdo original precisamente porque lo habrían hecho imposible.

Donald Trump, con firmeza, se ha alineado junto a Arabia Saudita e Israel y a favor de sus conflictos con Irán: estos son dos de los regímenes más reaccionarios en Oriente Medio. Esta acción ha sido similar a la de arrojar un fósforo encendido el charco de gasolina que supone toda la región. Los líderes europeos que negociaron a duras penas el acuerdo con Irán observan horrorizados.

Poco antes de rechazar el acuerdo, el presidente hizo un aviso contundente. Irán «pagará un precio que pocos países han pagado». El líder supremo de Irán, el ayatolá Alí Jamenei le respondió de forma contundente: «Si ellos rompen el acuerdo, nosotros lo quemaremos». Ambos países se encuentran en estos momentos en una situación de conflicto abierto, cuyas consecuencias son difíciles de prever. Pero sea cual sea el desenlace, no será pacífico.

Oriente Medio

Trump también tiene ideas muy definidas respecto a cómo lograr la paz en Oriente Medio. Trasladó la embajada de los EE. UU. a Jerusalén: para los palestinos es una provocación similar a la de sacudir un trapo rojo ante un toro. Los diplomáticos internacionales observaron este primer paso como el paso final en lo que se refiere a conseguir la paz en Oriente Medio.

Desde un punto de vista diplomático ordinario, una acción como ésta podría haber obtenido concesiones a cambio por parte de los israelíes. Al menos, podría haber exigido que los israelíes frenaran su política de expansión violenta mediante asentamientos judíos en territorio palestino. Pero Donald J. Trump, el negociador experto, no le pidió ni una sola concesión a Benjamín Netanyahu. Y el que no pide, tampoco recibe nada. A raíz de esto, los israelíes se sienten más confiados que nunca y seguirán con sus provocaciones, algo que no hará más que avivar el resentimiento palestino y generar las condiciones perfectas para el conflicto en la región.

Obama fue elegido presidente para acabar con las guerras de Estados Unidos en Irak y Afganistán. Además, se mostró reacio a involucrar al país en otro conflicto en Oriente Medio. Por esta razón, se opuso a la intervención militar en Siria, al menos de forma abierta y directa. Con el fin de cubrirse las espaldas, la administración de Obama se limitó a financiar y armar a los «rebeldes sirios moderados» y a apoyar aquellas maniobras diplomáticas que tenían por objetivo el conseguir el fin del régimen del presidente al-Ásad.

En un principio, Donald Trump también se mostró en contra de la intervención militar estadounidense en Siria, al contrario, llamaba a un enfoque mayor en las políticas nacionales. En 2013 tuiteó lo siguiente: «¡Olvidémonos de Siria y hagamos América grande otra vez!». A pesar de esto, en abril de este mismo año ordenó un ataque con misiles estadounidenses sobre una base aérea del gobierno sirio. Como excusa, se sirvió de un presunto ataque con gas que se le atribuyó al gobierno sirio. «Aquel ataque contra niños tuvo un gran impacto en mí», dijo.

Este ataque con misiles se trató de la primera vez que los Estados Unidos atacaban al régimen sirio como un objetivo directo desde que empezó la guerra. Fue un giro de línea política inesperado de un líder que en un principio se mostraba aislacionista. Unos días después, el gobierno de Trump volvió a demostrar su poderío militar, atacando a militantes del Estado Islámico en Afganistán con un arma conocida como «la madre de todas las bombas» (MOAB, por sus siglas en inglés). Fue la primera vez que los EE. UU. la ponían a prueba en combate.

Con un aumento del gasto militar sobre la mesa, al menos por ahora parece que los Estados Unidos desempeñarán un papel mucho más agresivo en conflictos extranjeros. Trump ya ha enviado 6162 tropas adicionales a Afganistán, Irak y Siria. ¿Cómo concuerda esto con la bien conocida agenda aislacionista de Donald Trump? La respuesta es muy simple: no lo hace. Y Trump está claramente buscando una forma de resolver esta contradicción tan incómoda. La clave de todo esto es su curiosa y contradictoria actitud hacia Rusia, que es nuestra próxima parada.

Trump, la OTAN y Rusia

La agresiva alianza imperialista, que de forma engañosa se hace llamar la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), ha sido la piedra angular de la política exterior estadounidense durante más de 60 años. Su principal razón de ser consistía en la replica a la presunta amenaza de la Unión Soviética. Poco después de la caída de la URSS, el presidente de los EE. UU. Ronald Reagan firmó un acuerdo con Mijaíl Gorbachov. Moscú daría fin al Pacto de Varsovia, y por consecuencia Occidente daría fin a la OTAN.

El Pacto de Varsovia fue abolido. No fue el caso de la OTAN. Aún así, Occidente aseguró de forma reiterada a los rusos que la OTAN no se extendería hacia el Este y que no acogería como miembros a antiguos miembros del Pacto de Varsovia, como Polonia y los países bálticos. La OTAN hizo justo lo contrario. Después intentó rodear Rusia con una serie antiguas repúblicas soviéticas que estaban acercándose a los EE. UU. y a la OTAN. Esto es lo que llevó a Rusia a un enfrentamiento militar con Georgia, y más adelante al conflicto en Ucrania.

En todos estos casos el comportamiento de Rusia ha sido en esencia defensivo, mientras que la OTAN y el imperialismo estadounidense han tomado el papel agresor. En cualquier caso, los medios de comunicación occidentales le dieron la vuelta a la verdad. Pusieron en marcha una ruidosa campaña en contra de la «agresión rusa».

Como aislacionista convencido y motivado por una desconfianza psicológicamente profunda hacia todas las organizaciones supraestatales, Trump es extremadamente desconfiado con la OTAN, a la que atacó como «obsoleta» en el transcurso de su campaña electoral. Acusó a sus miembros de ser aliados desagradecidos que se benefician de la generosidad desmesurada de los Estados Unidos. El Secretario de Defensa, James Mattis, advirtió que Washington «relajaría sus compromisos» con la organización si los estados miembros no cumplían las demandas de su superior: un incremento de sus gastos en defensa, que pasaría a ser a un 2% de sus respectivos PIB.

Trump alegó que su duro discurso estaba haciendo “llover dinero”. A pesar de ello, analistas puntualizan que los estados miembros ya estaban aumentando sus contribuciones a raíz de un acuerdo de 2014. Pero el exigir aún más sacrificios económicos de sus aliados europeos en un momento en el que están sufriendo grandes déficits por la crisis financiera de 2008 fue como meter el dedo en la llaga.

En abril, en el transcurso de una rueda de prensa conjunta, el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, se postró ante Trump. Le dio las gracias por llamar la atención sobre el asunto. «Estamos comprobando los efectos de su discurso sobre la importancia de compartir responsabilidades en la alianza», le dijo. Se parecía a un hombre al que le han escupido en la cara, se la limpia de forma dócil y se limita a murmurar «muchas gracias».

El señor Stoltenberg es bien conocido por su discurso sin pelos en la lengua en contra de Vladimir Putin y el Kremlin, aunque sus duras palabras nunca han sido respaldadas por duras acciones militares. Y su humillante y mansa actitud hacía el jefazo del otro lado del charco le hacen sospechar a uno que su actuación en el campo de batalla no sería tan valiente como sus discursos nos quieren hacer pensar.

De repente, Trump sufre un cambio de mentalidad. Ahora dice que la OTAN «ya no está obsoleta». ¿Y por qué? Trump es conocido por su conducta aleatoria, pero este giro de 180 grados parece difícil de entender. Mencionó que la amenaza del terrorismo estaba más presente que nunca. Pero lo había estado durante mucho tiempo, y no explica este curioso cambio de parecer.

Fue mucho más contundente cuando hizo un llamamiento para que los miembros de la organización hicieran más por sus «socios» de Afganistán e Irak. Aquí las dudas comienzan a evaporarse. No es un secreto que Trump quiere retirar a las tropas estadounidense de Afganistán, Irak y Siria. Pero los conflictos en la región, tan sangrientos y costosos, están resultando molestamente constantes.

¿Qué es lo que ocurre? De la misma forma que los miembros de la organización están siendo obligados a soltar más dinero, también deberían empezar a llevar a más de sus jóvenes a morir en los desiertos de Oriente Medio y Asia Central, para de alguna forma impedir que más jóvenes estadounidenses sufran este desagradable destino. Por esta única razón, incluso el cerebro confundido de Trump es capaz de darse cuenta de cómo la OTAN no es algo tan malo después de todo.

Pero a la vez que le dedica un guiño astuto a la OTAN, Trump una vez más sorprendió a todos anunciando sus intenciones de tener una cumbre con el presidente de Rusia, Vladimir Putin. Durante la campaña electoral en los Estados Unidos, Trump elogió a Putin como un líder fuerte, con el que le encantaría tener buenas relaciones. Esto fue antes de que las agencias de inteligencia de los Estados Unidos comenzaran su caza de brujas contra Trump, acusando a Rusia de interferir en la campaña electoral.

La presunta implicación de Rusia en la campaña electoral puede o no ser verdad. Pero muchos países, lo que incluye por supuesto a los Estados Unidos, se dedican de forma constante a actividades de hacking, a pinchar teléfonos y a entrometerse en los asuntos internos de otras naciones, sin importar que sean aliados o no. Merkel pudo comprobar este hecho para su indignación. Aún así, el argumentar que el Kremlin fue capaz de decidir el voto de millones de ciudadanos estadounidenses es extremadamente infantil.

Lo que no tiene precedentes es que un presidente estadounidense se encuentre en una confrontación pública con la CIA y el conjunto de agencias de inteligencia estadounidenses. Los servicios secretos se supone que deberían ser secretos, se encuentran en lo más profundo del estado burgués. Que estas agencias estén chocando de bruces y de forma pública con el presidente, intentando de forma abierta encontrar algo que desautorice a Trump para sacarlo del Despacho Oval es inaudito.

Para contrarrestar las acusaciones constantes de que su gobierno tiene presuntos lazos con Rusia, Trump se sintió obligado a cambiar de rumbo. Ha dicho ahora que quería empezar a confiar en Putin, pero avisó de que «quizás no será por mucho tiempo». Y parece ser que fue así. Trump continuó diciendo que las relaciones diplomáticas entre los E.E.U.U. y Rusia «puede que estén peor que nunca». Afirmó que sería «algo fantástico» que ambas naciones estrecharan sus lazos, pero advirtió que «podría acabar pasando justo lo contrario».

Es algo bastante típico de este señor el hacer «justo lo contrario» de lo que todo el mundo espera. En el punto álgido de todo el lío alrededor del supuesto envenenamiento de un exagente ruso en Salisbury (Reino Unido), Trump fue forzado (con una reticencia palpable) a seguir la corriente de la línea anti-rusa orquestada por la CIA junto con sus lacayos en el MI5 británico. Se mire por donde se mire, parecía que este era el fin de su plan para lidiar con Putin. Pero las apariencias a menudo engañan, y en el caso de Trump, casi siempre.

Precisamente en ese momento escribí un artículo en el que expresaba mis serias dudas sobre la veracidad de las acusaciones vertidas sobre Rusia y su involucración en el caso de Salisbury. Expresé mi firme convencimiento de que en el futuro cercano Donald Trump daría otro giro de 180 grados y que se reuniría con Putin. Parece que los acontecimientos han confirmado lo que pensaba. También escribí que Boris Johnson y el resto de la panda anti-rusa tendrían que tragarse sus palabras, y les dediqué un «¡que aproveche!». Hoy les dedico lo mismo.

El concepto de un acuerdo con Rusia en realidad tiene todo el sentido del mundo desde el punto de vista de los intereses imperialistas estadounidenses. En este caso, los instintos de Donald Trump se corresponden con aquéllos cuyos intereses van mucho más lejos que los del coro de propagandistas anti-rusos que emanan de la CIA y del MI5. Los instintos básicos de Trump apoyan el aislacionismo. Esta es la razón por la que quiere sacar a las tropas estadounidenses de Siria. Pero para poder hacer esto tiene que llegar a un acuerdo con los rusos. Esto es un factor determinante para que haya decidido reunirse con Putin.

No hace falta recordar que la política exterior tanto de Trump como de Vladimir Putin reflejan los intereses de la clase dominante en E.E.U.U. y Rusia. No se puede esperar nada progresivo de ninguna de ellas. Sin embargo, la ruidosa campaña anti-rusa que han organizado los «veteranos» más reaccionarios de la Guerra Fría en Estados Unidos y el Reino Unido no tiene tampoco nada de progresivo.

La clase trabajadora debe estar en contra de Trump, pero debe estarlo desde su propio punto de vista de clase independiente. En ninguna circunstancia debería la izquierda estadounidense ser engañada a unir fuerzas con los miembros del partido Demócrata, cuya oposición a Trump se basa en el cinismo, el interés propio y en última instancia en una defensa del capitalismo y del imperialismo.

A fin de cuentas, defienden exactamente los mismos intereses de clase. Su principal problema contra Donald Trump es que él, y no ellos, están poniendo en marcha una política tan reaccionaria. Su objetivo real es el de poder servir a los capitalistas y los imperialistas de forma más eficiente que el inquilino actual de la Casa Blanca. Esto no es un objetivo hacia el que la clase trabajadora debería mostrar simpatía.

El conflicto con Europa

Bruno Maçães escribió sobre la doctrina de Trump en su libro The American Interest:

«El secreto de la perspectiva de Trump hacia Europa es la siguiente: no va a dejar que los Estados Unidos sean arrastrados al precipicio junto a Europa, aunque esto signifique que tiene que producir un nuevo cisma en la alianza transatlántica».

Desde los años 50, la asimilación de Europa ha sido un pilar central de la política exterior estadounidense. Pero Donald Trump no cree en una Europa Unida, de la misma forma que no cree en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés) o en la Organización Mundial del Comercio. Ha hecho todo lo que estaba en su poder para exacerbar las diferencias entre las potencias Europas, intentando ponerlas una en contra de la otra. Ha sugerido, amablemente, que otras naciones sigan los pasos del Reino Unido tras su decisión de abandonar la Unión Europea. Alemania y Merkel son su aversión principal, motivada en parte por el superávit comercial que Alemania mantiene con los E.E.U.U., pero seguramente, sobre todo porque se muestra rencoroso hacia la posición de liderazgo en Europa de la canciller alemana.

Cuando decidió cancelar el acuerdo con Irán, ignoró de forma directa las peticiones urgentes de sus aliados más cercanos en Europa. Los líderes políticos del otro lado del Atlántico hacían cola para pedirle que no diera este paso. Fue en vano. El presidente Macron hizo todo lo posible para crear la impresión de que era un estimado amigo y consejero de la Casa Blanca. El británico Boris Johnson se comportó como los perritos falderos adulan a sus amos, incluso dejaba caer la posibilidad de un Premio Nobel para Trump si hacía esta concesión. Todo fue en vano. Hablando en clave diplomática, el presidente de los Estados Unidos se orinó sobre ellos desde lo alto de la Torre Trump.

Trump no es un estratega, ni tan siquiera un táctico competente. Depende de una combinación de bravuconería, amenazas y acoso para conseguir lo que quiere. Empieza por hacer peticiones desorbitadas y espera que se cumplan simplemente señalando hacia el poder militar y económico colosal de los Estados Unidos. A veces, consigue lo que quiere. Pero esta es una estrategia política que cada vez le aporta menos beneficios. Tiene menos efecto cada vez que la utiliza. En vez de sentirse intimidados, el resto de los países cada vez se encuentran más resentidos y empiezan a contraatacar.

Un punto débil fatídico de esta táctica es que exagera de forma constante la capacidad de los Estados Unidos para imponer su voluntad, sin tener en cuenta las circunstancias, mientras que a la vez y de forma sistemática infravalora la capacidad de otras naciones de resistir. El gobierno de Trump y su política exterior de «o todo o nada» está destinada a acabar fallando porque no tiene en cuenta el balance real de fuerzas a escala global.

Más tarde o temprano esto llevará a una serie de obstáculos y derrotas para los Estados Unidos. Lejos de reforzar su poder internacional, prestigio e influencia, servirá para desenmascarar los límites del poder imperialista estadounidense. Otras potencias, sobre todo Rusia y China, ganarán poder a expensas de Estados Unidos.

Trump y Asia

Antes de que fuera elegido presidente, Trump ya sorprendió a China durante la campaña electoral con sus comentarios sobre Taiwán. Su primer secretario de Estado, Rex Tillerson, hablaba de obstruir el acceso de China a las islas artificiales que habían estado construyendo en el mar del Sur de China. Esto provocó avisos de un «choque militar» por parte de un periódico editado por el estado chino.

Las políticas del presidente Obama en Corea del Norte consistían en ahogar a este país con sanciones, además de persuadir a otros países para que hicieran lo mismo, sobre todo a China, y esperar los resultados. Esto era conocido como «paciencia estratégica». Pero Donald Trump no tiene ninguna estrategia, y muy poca paciencia.

El gobierno dijo que «todas las opciones están sobre la mesa». Además, Trump anunció que iba a mandar una «armada» de buques de guerra estadounidenses hacia la península de Corea, lo que avivó la posibilidad de una intervención militar. Esta estrategia fue respondida con una actitud desafiante por parte del régimen en Corea del Norte, que advirtió sobre la posibilidad de una «guerra sin cuartel».

En vez de una guerra sin cuartel, lo que hubo fue una confusión sin precedentes cuando 10 días después salió a la luz que el grupo de ataque estadounidense enviado por Trump a la península navegaba en realidad en dirección contraria. Mientras que la Casa Blanca aclaraba la ubicación de los buques e insistía que estaban de camino, Trump ya estaba mentalmente de camino hacia su reunión con Kim Jong-un.

«Una reunión fantástica»

Con estas palabras triunfales Donald Trump resumió su primera reunión con Kim Jong-un en Singapur. Por desgracia, como suele ocurrir con Trump, las palabras no se asemejaban mucho a lo que había acontecido en realidad.

La palabra «fantástica» solo tiene sentido aquí si se aplica en su sentido más literal. Hace falta ejercicio mental para recordarse a uno mismo que hace menos de un año el presidente estadounidense acababa de insultar a su homólogo norcoreano considerándole el «hombrecillo del cohete» después de amenazar con barrer de la faz de la tierra a su país. A su vez, Kim Jong-un describió a Donald Trump como un «carca estadounidense trastornado». Prometía «domarle con fuego».

Hablando desde la Residencia Ejecutiva en la Casa Blanca, el presidente habló de nefastas consecuencias:

«He hablado con el general (James) Mattis (el secretario de Defensa de EE. UU.) y con los jefes del Estado mayor conjunto; y nuestras Fuerzas Armadas, que son con diferencia las más poderosas del mundo y recientemente han mejorado enormemente, están preparadas si es necesario».

Hizo estas declaraciones dos horas después de cancelar su primera reunión con Kim Jong-un.

Y unos días después, como por arte de magia, todo era de color de rosas. Para ponerle fin a la reunión, que transcurrió con un ambiente de amistad y convivencia, el carca estadounidense y el hombrecillo del cohete firmaron una declaración con el fin de «construir un estable y duradero régimen de paz en la Península de Corea». Trump declaró que otorgaría «garantías de seguridad» a Corea del Norte. A cambio, Kim Jong-un ratificó nada más y nada menos que su «firme e inquebrantable compromiso con la desnuclearización de la península de Corea».

Esta reunión puede que no fuera el paso adelante histórico que alegó el presidente estadounidense. Si la analizamos de forma detenida, podemos darnos cuenta de que no se decidió nada sustancial en la misma, lo que es bochornoso. Seguramente por esta razón, ambos lideres afirmaron que tendrían más reuniones a distintos niveles «tan pronto como fuera posible» para darle una forma real a esta declaración vacía.

Aunque esta cumbre no fuera un éxito diplomático, desde luego se le puede considerar un triunfo mediático sobresaliente. La pregunta es: ¿para quién? Kim Jong-un volvió a Pyongyang con un aire de satisfacción bien merecido. Acababa de lograr algo que su padre y su abuelo quisieron, pero nunca lograron: una reunión cara a cara con un presidente de los Estados Unidos.

Debemos tener en mente que Corea del Norte no es China o Rusia. Es un pequeño y empobrecido país asiático. Y aún así, de forma implícita, ha sido reconocido como un igual por el país más poderoso de la tierra. En unos pocos meses, Kim ha conseguido pasar de ser de uno de los parias más temidos y odiados del planeta a un gran hombre de Estado que defiende la paz.

Esta transformación milagrosa solo ha sido posible gracias a un hombre: Donald J. Trump. Tras estrechar la mano de Kim Jong-un, un hombre al que antes había amenazado con volar por los aires junto a su país, Trump dijo que fue un «honor» haberse reunido con el líder norcoreano. A fin de cuentas, todo un golpe propagandístico de primer orden.

En la rueda de prensa después de firmar, Trump fue más allá. Los Estados Unidos, anunciaba, interrumpirían sus ejercicios militares junto con Corea del Sur mientras que siguieran las negociaciones. Dijo que quizás le ahorraría a los Estados Unidos algo de dinero, ya que mandar aviones a Corea del Sur desde la base aérea en Guam «cuesta mucho dinero». Ponderó la posibilidad de que quizás un día las tropas estadounidenses en la península volvieran a casa.

Trump ha acusado a Japón y Corea del Sur de depender en exceso de los Estados Unidos. Incluso mencionó que se beneficiarían de tener sus propios arsenales nucleares, algo que podría encender la chispa de una desastrosa y potencialmente peligrosa carrera armamentística en Asia.

En el juego cínico que supone la diplomacia de alto nivel, es una regla de oro que nadie cede algo por nada a cambio. Sin embargo, en este caso, parece bastante claro que todas las concesiones las ha hecho solo un bando, el de Donald Trump. Concesiones generosas y casi difíciles de creer para Corea del Norte. ¿Y qué recibe el señor Trump a cambio? El otro bando no cedió nada más que sus palabras bonitas, que como bien sabemos, valen para poco.

Trump y el comercio mundial

Trump ha estado librando una prolongada lucha con el fin de reducir el déficit comercial de los Estados Unidos, siendo China uno de sus objetivos más obvios. En 2017, los E.E.U.U. tenían un déficit comercial de más de 811.000 millones de dólares: un aumento de 59.000 millones de dólares respecto al año pasado. La parte de China en este déficit comercial alcanza los 376.000 millones. Las tensiones en el comercio entre China y los Estados Unidos se han intensificado de forma rápida. Tan solo once horas después de que los Estados Unidos hicieran una lista con 1333 productos chinos que serían sometidos a aranceles punitivos, desde Pekín se anunció que se impondrían tarifas similares de un 25% para 106 productos americanos. Trump obtendrá 34.000 millones por los aranceles de importación de productos chinos, más allá de las tarifas ya impuestas para el acero y el aluminio.

Entre los productos afectados por esta respuesta de China de aumentar las tarifas hasta un 25% se encuentran los granos de soja junto con otros productos agrícolas y productos químicos. Además, se aplicarían a ciertas aeronaves que el año pasado tuvieron un valor de 50.000 millones de dólares. Estratégicamente, suponen el mismo valor que las importaciones chinas afectadas por las tarifas estadounidenses. El aumento de aranceles para los granos de soja supondrá un gran quebradero de cabeza para los productores en Estados Unidos.

El mercado chino es con diferencia el mercado objetivo más grande para los productores de soja estadounidenses, 8 veces más grande que el de México, el segundo mayor importador. El año pasado, de un total de 22.000 millones de dólares en soja, alrededor de un 56% fueron de exportaciones a China. En la lista de productos que serán afectados por el aumento de las tarifas en china, el valor de la soja equivale a los siguientes diez productos que importa China.

Donald Trump ha amenazado con romper una serie de acuerdos de libre comercio ya existentes. Esto incluye al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés) entre los Estados Unidos, México y Canadá, a los que culpa por la pérdida de puestos de trabajo. Además, incluso sugirió que los Estados Unidos abandonarán la Organización Mundial del Comercio. Las ideas centrales detrás de esta política comercial son las de crear más puestos de trabajo en los Estados Unidos, reducir el déficit comercial y conseguir «gangas» para los estadounidenses. Estas estrategias podrían llevar a una guerra comercial.

Trump ha exigido una renegociación del NAFTA, acordado con Canadá y México hace tres décadas. El futuro del NAFTA está ahora en peligro. Ha abandonado el reciente Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés), que ha supuesto un 40% del comercio mundial. Desde el punto de vista capitalista, es todavía más serio el aumento de las tarifas globales que ha amenazado con romper el frágil hilo de la globalización.

En la cumbre del G7 en Quebec, sumida en una tensa atmósfera de sospechas y reproches, difícilmente pudo llegarse a un comunicado final. Trump dijo que él estaba satisfecho, que la cumbre había sido «fantástica» y que sus relaciones con el resto de las líderes eran de diez. Pero apenas diez minutos después de la publicación del comunicado final, cambió de parecer.

En un tuit redactado sobre el vasto Océano Atlántico, de camino a su «misión de paz» con Kim Jong Un, escribió que sus responsables en el gobierno no respaldarían el comunicado final. Acusó al primer ministro canadiense, Justin Trudeau de haber hecho «declaraciones falsas» (de haber mentido) en su conferencia de prensa de clausura. También repitió su amenaza de imponer aranceles para los automóviles que estaban «¡(…) inundando el mercado de los E.E.U.U!» Trump tiene la creencia inamovible de que el resto del mundo es injusto hacia los Estados Unidos. «¡Se acabaron las tonterías!», añadió.

Con la seguridad nacional de los Estados Unidos como excusa, Trump ha anunciado la subida de las tarifas para el acero y el aluminio que proviene de Canadá, México y la UE. Canadá devolvió el golpe anunciando tarifas como represalia para los bienes estadounidenses por un valor de 12.800 millones de dólares. El primer ministro de Canadá, Justin Trudeau, consideró los aranceles estadounidenses «totalmente inaceptables».

«Este aumento de las tarifas suponen una afrenta hacia las longevas relaciones en materia de seguridad entre Canadá y los Estados Unidos, y, sobre todo, una injuria hacia los miles de canadienses que han luchado y muerto mano a mano junto a sus hermanos de armas estadounidenses», dijo, en referencia a la justificación de seguridad nacional para estas medidas.

Ahora, que tengan lugar las negociaciones sobre un nuevo acuerdo NAFTA es incierto. Si Canadá y México contraatacan a las tarifas con sus medios de protección, es posible que Trump abandone este bloque comercial. México anunció que respondería con aranceles para productos importados de los Estados Unidos: carne de cerdo, manzanas, uvas, queso y acero plano entre otros. Chrystia Freeland, ministra de Exteriores de Canadá, dijo lo siguiente antes del anuncio de los Estados Unidos:

«El gobierno está preparado y defenderá la industria canadiense y los puestos de trabajo canadienses. Responderemos de forma consecuente».

A Trump, tanto en privado como en público, le dan rabia los desequilibrios comerciales, sobre todo con Alemania. Sus automóviles se venden mucho en los Estados Unidos. «Mirad a la Unión Europea. Ponen obstáculos para que no podamos vender nuestros Ford, y encima venden sus Mercedes y BMW, vienen millones de estos automóviles, y apenas tienen impuestos. Ellos no aceptan nuestros automóviles. Si lo hacen, los impuestos son exagerados» dijo en un mitin en Duluth.

«Así que prácticamente están diciendo: “Vamos a venderte millones de automóviles. ¡Por cierto, no nos vais a vender ni uno!”. Gente, esto ya no va a funcionar así. Así no».

Con el fin de aportar alguna base legal subyacente respecto a las nuevas tarifas para los automóviles, Trump ordenó a su Departamento de Comercio que llevara a cabo una «investigación de seguridad nacional». Su argumento de que los BMW suponen una amenaza para la seguridad nacional de los E.E.U.U. no resulta muy convincente en Berlín o Bruselas. Aun así, las tarifas proteccionistas del presidente suponen sin duda una amenaza para la economía nacional de Alemania. Y de la misma forma que las amenazas militares se responden con medidas militares, las medidas proteccionistas llevadas a cabo por un país de forma inevitable chocan con las medidas proteccionistas del resto.

Gareth Stace, de la asociación comercial del acero en el Reino Unido, afirmó que el paso de Donald Trump había «iniciado una cruda guerra comercial»:

«Es difícil vislumbrar cuál puede ser la parte buena de estos aranceles. Los importadores de acero en los Estados Unidos ya están notificando las subidas de precio y la interrupción de las cadenas de suministro. El Reino Unido exportó alrededor de 500 millones de dólares en valor de acero a los Estados Unidos el año pasado, así que los productores de acero en el Reino Unido van a sufrir graves consecuencias».

«Como ya se ha dicho más de una vez, la única solución sostenible a la raíz del problema, que es el exceso de capacidad global para la producción de acero, consiste en las negociaciones multilaterales y en acciones mediante los canales globales establecidos».

El aumento de las tarifas para el acero y el aluminio han agravado las tensiones ya existentes con la Unión Europea, por la renuncia unilateral de los Estados Unidos al Acuerdo de París sobre el cambio climático y la ruptura del acuerdo con Irán. La Unión Europea ya ha aumentado las tarifas como represalia (algo a lo que se refieren como «reajustar») para los productos estadounidenses. Tienen un valor de más de 3000 millones de dólares, y se centran en productos estadounidenses icónicos como las motocicletas, el zumo de naranja, el bourbon, la mantequilla de cacahuete y los pantalones vaqueros.

Como respuesta, Trump ha agravado su amenaza de aplicar nuevos aranceles para los coches europeos. «En base a las tarifas y a los obstáculos comerciales que se han impuesto sobre los E.E.U.U. y sus grandes empresas y trabajadores por la Unión Europea, si estas tarifas y obstáculos no se deshacen y eliminan dentro de poco, aplicaremos una tarifa de un 20% a todos sus automóviles que llegan a los Estados Unidos», escribía en Twitter. Solo el tuit provocó la caída del precio de las acciones de los fabricantes europeos, entre los que se incluyen BMW y Volkswagen.

Conviene recordar que fue el proteccionismo lo que convirtió al Crack del 29 en la Gran Depresión de los años 30. Si el proteccionismo cobra poder, puede hacer que toda la frágil estructura del comercio global se desmorone, algo que tendría gravísimas consecuencias.

«Un mundo distinto y más peligroso»

Por todas estas razones, la política exterior de Trump supone un elemento novedoso y desestabilizador para la crisis general del capitalismo global. Los estrategas veteranos del capital observan este espectáculo desconcertante cada vez más alarmados. El 7 de junio, The Economist publicó un artículo con el insólito título de: «Presentes para la destrucción: Donald Trump menoscaba el orden internacional basado en reglas». Comienza con las estridentes palabras: «Puede que Estados Unidos tengan ganancias a corto plazo, pero a largo plazo el mundo sufrirá sus daños».

Robert Kagan, un analista conservador de Washington, escribía lo siguiente:

«Los años 30 no volverán a ocurrir de la misma forma que lo hicieron: todavía no hemos llegado a ese punto. Pero la gente se olvida que el orden establecido después de la Segunda Guerra Mundial fue una aberración. Dependía de los Estados Unidos para mantenerse vigente. Con Trump, estamos volviendo a un mundo de competición multipolar. Es un mundo distinto y más peligroso que en el que crecimos».

El 25 de mayo The New Yorker publicó un artículo titulado: «Trump hace implosionar al orden mundial». Hablaba de la «diplomacia [de Trump] del todo nada que de forma intrínseca aumenta el peligro de que se desate un conflicto». Y terminaba con un aire triste:

«Después de 15 meses con el gobierno de Trump, los Estados Unidos han sido testigos de un quebrantamiento chocante de los conceptos establecidos a largo plazo: el orden mundial liderado por los E.E.U.U., las alianzas clave, los acuerdos comerciales, los principios de no-proliferación, los patrones de la globalización, las instituciones internacionales, y, sobre todo, el de la influencia de los E.E.U.U.»

El artículo del New Yorker destacaba:

«En lo que se refiere a aliados en cualquier continente, Trump quiere ser más que el primero entre iguales, como suele ser el caso tradicional de los Estados Unidos. Actúa con un aire de superioridad y no deja de humillar para reclamar esta posición. Durante su reunión con el presidente Emmanuel Macron, Trump hizo el humillante gesto de quitarle pelusas al traje del presidente francés mientras que las cámaras de televisión todavía rodaban. “Y ese es uno de los pocos líderes mundiales que estaban por todos los medios intentando entenderle”, dijo Brinkley. Añadió que los líderes ahora temen por su narcicismo, tanto político como personal».

Un año después de que Trump llegara al Despacho Oval, una encuesta de Gallup en 134 países constató que la aprobación del liderazgo estadounidense había caído en picado, de un 48% a un 30%. «Esta bajada histórica pone la aprobación del liderazgo estadounidense al nivel de la aprobación de China. Es algo nunca visto», concluía Gallup.

En realidad, esta noción ya había comenzado con la proclamación del notorio «Nuevo Orden Mundial» después del colapso de la Unión Soviética. Un punto de inflexión decisivo tuvo lugar en 2003 con la invasión de Irak por parte de los Estados Unidos. Pero esta política exterior agresiva se ha acelerado con una velocidad asombrosa desde que Trump llegó al poder. Tiene un impacto de gran alcance en todo el mundo.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo global experimentó un fuerte periodo de crecimiento. Esta fue la base objetiva de la relativa estabilidad en las relaciones entre clases, y también entre los estados en el periodo de posguerra. Fue este largo periodo de crecimiento económico (junto a la división del mundo entre el imperialismo estadounidense y la Unión Soviética) lo que dio lugar a la estabilidad relativa en las relaciones internacionales.

Este periodo de supuesta paz y estabilidad, por un periodo de 50 años después de la SGM, estaba basado en el equilibrio de terror entre la poderosa Rusia estalinista y el imperialismo estadounidense. La contienda entre dos sistemas sociales mutuamente contradictorios en la denominada «Guerra Fría» dividió al mundo entero en lo que parecían ser bloques y esferas de influencia inmutables.

Pero ahora todo ha cambiado. Después del colapso de la Unión Soviética solo había una superpotencia en el mundo: los Estados Unidos de América. Con su poder colosal, traía también su arrogancia colosal. La doctrina Bush se expresó mediante la invasión de Irak. Antes que eso, el imperialismo americano ya había mostrado su carácter agresivo con su intervención en la antigua Yugoslavia. Estos actos destruyeron el orden internacional vigente hasta entonces y abrieron la puerta a un nuevo periodo caracterizado por la inestabilidad, la agitación y el desorden extremos.

El problema es que, desde un punto de vista capitalista, no hay ninguna alternativa que reemplace a las instituciones, ideas, acuerdos y relaciones que Trump se dedica a destruir. En la Universidad de Colgate, Richard Haass, presidente del Consejo de Relaciones Internacionales, dijo lo siguiente en un discurso reciente: «La calidad y la cantidad de retos a los que se enfrentan los Estados Unidos y el mundo no tiene precedentes, según mi experiencia».

Lo que antes se consideraba inamovible cada vez se desvanece más rápido y es sustituido por una incertidumbre en todos los aspectos: económico, financiero, monetario, político, social, militar y diplomático. Como dijo un analista estadounidense, los Estados Unidos solo han visto «el primer acto de Trump. No sabemos cuál será el siguiente».