El pasado viernes 20 de julio, tuve la oportunidad de ser invitado, en calidad de militante de la Corriente Marxista Internacional, al programa Divergente, trasmitido por Venezolana de Televisión. En dicho programa, debatimos sobre las posibilidades que tiene el ser humano de rencarnar en otro cuerpo y zafarse definitivamente de la muerte. En primer lugar, quiero agradecer a todo el equipo de producción por la invitación y la hospitalidad entregada durante mi permanencia en las instalaciones del canal. No obstante, el poco tiempo que tuve ante las cámaras y la falta de un debate en el que se respetaran las intervenciones, dejó en el aire algunos elementos de vital importancia.

Procederé en lo sucesivo de este articulo a definir, con la mayor claridad posible, la posición de los marxistas sobre este tema tan importante para la espiritualidad de la especie humana.

El Origen de la religión y de la idea de transmigración de almas

Desde los tiempos más remotos, la necesidad ha jugado un papel central en la evolución del ser humano. Desde la temprana etapa primitiva, la necesidad de sobrevivir y ejercer control sobre su entorno hostil, lo obligaron a llevar a cabo los actos más extremos y audaces para poder prevalecer sobre otras especies. El trabajo y empleo de herramientas posibilitó que nuestro cerebro se desarrollara y expandiera cada vez más, originando, entre muchas cosas, la capacidad de hablar y pensar de manera abstracta en base a la experiencia y la práctica, ambas habilidades ligadas estrechamente con la necesidad de sobrevivir.

Así, por medio de un proceso largo y lleno de vicisitudes, logramos conquistar la formidable capacidad de pensar de manera abstracta, librándonos de la esclavitud de lo concreto. Desarrollamos el habla con nuestros semejantes. Comenzamos a reflexionar sobre el origen del cosmos, la razón de nuestras vidas y desgracias, la procedencia de las lluvias y el fuego, conjugábamos los sueños con la idea de un espíritu preso en nuestro cuerpo, que se liberaba cuando dormíamos y de igual forma revestiríamos cada cosa que no lográbamos entender con interpretaciones místicas y mágicas. Intentábamos comprender a la naturaleza que nos rodeaba y de la cual éramos y seguimos siendo parte.

Fue en base a ésto, con el tiempo, como se desarrollaron las primeras concepciones religiosas del ser humano, siempre relacionadas a la necesidad de sobrevivir y obtener lo que deseábamos. Los relámpagos y los rayos eran los sonidos de los dioses al pelear entre sí, el fuego era un espíritu peligroso que nos mordía al tocarlo y el creador del viento, el maíz y el agua se asociaba a la serpiente. Prevalecía la idea de que cada objeto vivo o inanimado tenía espíritu (Animismo). Creamos dioses a imagen y semejanza nuestra, pues tomábamos sus formas de la realidad material observable, tal como decía  Jenófanes de Colofón: “Homero y Hesíodo han atribuido a los dioses cada acción vergonzosa y deshonesta entre los hombres: el robo, el adulterio, el engaño (…) Los etíopes hacen sus dioses negros y con nariz chata, y los tracios hacen los suyos con ojos grises y pelo rojo (…) Si los animales pudieran pintar y hacer cosas como los hombres, los caballos y los bueyes también harían dioses a su propia imagen”.

En los tiempos primitivos, bastaba con tener una deidad o atribuirle cualidades mágicas a las cosas para sobreponerse ante las acechanzas u obstáculos que se oponían en nuestro camino. En su etapa más infantil, el ser humano empleó la imaginación para entender la naturaleza, mientras a través del trabajo la sometía a sus designios para garantizar la supervivencia de la especie. No podía ser de otra manera, su conocimiento científico y filosófico era inexistente. Su lugar lo ocuparon por mucho tiempo la magia, el misticismo y la religión.

Las cosas empezaron a cambiar con el surgimiento de la sociedad de clases y la división social del trabajo derivada de ella. La economía de los seres humanos sufrió un poderoso impulso, partiendo a la civilización en dos mitades irreconciliables: entre aquellos que trabajaban y producían las riquezas y los que gobernaban y administraban a la sociedad. Sin embargo, este hecho, a pesar de tener una naturaleza explotadora y violenta, tuvo un carácter progresista en la medida que liberaba de la obligación del trabajo a un sector muy importante de individuos para que pudieran encargarse del pensamiento, la filosofía y el desarrollo científico. Fue así como surgieron en la antigüedad clásica figuras como los filósofos Tales, Demócrito, Heráclito, Parménides, Sócrates, y el más importante de ellos: Aristóteles. A fin de cuentas, alguien debía vestirlos, brindarles techo y alimentarlos para que se dedicaran a sus actividades intelectuales, cuyos resultados enriquecerían el entendimiento y el pensamiento humano en torno a diversas materias: filosofía, naturalismo, política, ética, retórica, matemáticas, entre otras. Fue así como surgió, de dicha división, la diferenciación entre el trabajo manual e intelectual en la sociedad, separada cada vez más entre si y tomando diversas formas con el tiempo, situación que ha prevalecido hasta nuestros días.

Naturalmente, las concepciones filosóficas del mundo antiguo eran diversas y muchas de ellas antagónicas entre sí. Algunos partían de que la realidad, el mundo exterior y las cosas que observamos es el reflejo de la idea, la idea como demiurgo de lo real y verdadero. Mientras que otros partían, en sus puntos de vista, que la base de las cosas y sus explicaciones provenían solo de la materia misma, independientemente de la idea que tengamos de ella o de la percepción de nuestros sentidos sobre la misma. Se presenta ante nosotros la lucha del pensamiento entre idealismo y materialismo, los cuales conducen necesariamente a la lucha entre las concepciones religiosas, místicas y esotéricas, contra las explicaciones científicas del materialismo.

Con el paso de la sociedad primitiva a la sociedad esclavista, las concepciones religiosas y místicas pasaron de ser especulaciones necesarias para comprender la naturaleza que nos rodeaba, a convertirse en dogmas inquebrantables al servicio de las clases poseedoras, con el objeto de dominar y reprimir espiritualmente a los propios seres humanos.

En las ricas culturas orientales, la filosofía estaba bastante impregnada de conceptos religiosos y esotéricos. Es el caso de las culturas hindú y egipcia en todos sus períodos. En el período más antiguo de la filosofía hindú, la época védica (1.500 – 800 años A.C) podemos encontrar concepciones dialécticas interesantísimas, pero vinculadas siempre a la idea de los dioses y las fuerzas cósmicas sobrenaturales. Cabe destacar, que había excepciones tales como las escuelas del pensamiento consideradas ateas y materialistas, denominadas “charvanka” o “iokayata”.

La vida era un constante sufrimiento sujeto al samsara (ciclo de nacimiento, vida, muerte y reencarnación) del cual tenemos que librarnos por medio del karma o idea cósmica de la retribución, que determinaba nuestras reencarnaciones y sus dramas según las acciones buenas o malas que habíamos tenido en nuestra vida anterior. Esta idea central fue mutando en todos los períodos de la filosofía idealista hindú, hasta llegar a formas muy interesantes y ateas como el budismo originario, llamado hinayana.

La idea de la reencarnación o de trasmigración de almas llega a occidente por medio de destacados pensadores, como el matemático Pitágoras, quien había vivido por un tiempo en Egipto, donde imperaba el esoterismo. Pitágoras fundó una comunidad que creía en la idea de la metempsicosis (traspaso del alma de un cuerpo a otro, después de la muerte). Los cultos a Dionisio y Orfeo en Grecia también serían círculos que defenderían la idea de la reencarnación sucesiva del alma hasta que pudiera lograr liberarse. Pero fue el pensador idealista Platón quien desarrollaría la forma más elevada de estas concepciones. Platón dividiría la visión del ser del mundo, entre el mundo sensible (el reino de los sentidos; lo pasajero, perecedero e irreal) y el mundo inteligible (el mundo de las ideas; de los conceptos universales y de lo permanente). De modo que el espíritu humano solo podría liberarse de la oscuridad en la medida que fuera desprendiéndose de la doxa (creencias y opiniones) y buscara el verdadero conocimiento.

Las razones de que estas concepciones orientales encontraran asidero en occidente tienen bases objetivas. La sociedad esclavista occidental sufrió largos períodos de lucha de clases e inestabilidad en los cuales los antiguos sistemas de creencias fueron colapsando y cayendo en descrédito, permitiendo el ascenso de otras creencias religiosas (Es un caso parecido a la aceptación del cristianismo en Roma).

Las sociedades antiguas, como ya lo hemos mencionado, tenían un aspecto fundamental en común: su modo de producción era esclavista. El esclavismo es el mayor grado de alienación a la que puede estar sujeta una persona. No solo el fruto de su trabajo no le pertenece y le es apropiado por otro, ni siquiera su propia existencia es suya, es considerado un simple animal o herramienta con voz. Los crueles dioses del olimpo no ofrecían ningún tipo de consuelo o salida a esta trágica situación, resultando poco conveniente para las clases inferiores de la sociedad. Los esclavos sentían un profundo rechazo por su vida presente, llena de miseria y violencia. Empezaron a colocar su mirada sobre cultos “liberadores” que les brindaran la posibilidad de emanciparse espiritualmente de esa vida tan deprimente y miserable. Era normal que resultase atractiva la idea de una vida mejor en otro mundo o la de poder reencarnan en otro cuerpo, en otra vida. Allí lo subyacente de todo este asunto.

Los seres humanos, en los momentos más difíciles y caóticos de la historia, hemos creado dos tipos de salidas ante la vorágine demoledora. Una de ellas, es de profunda inconformidad ante la situación, que exige la verdad de lo que tienen ante sí, para conocerla y transformarla por medio de una lucha activa. Otra, que se somete a la resignación y construyen escapatorias artificiales por medio de soluciones mágicas e idealistas, sometiéndose a la contemplación y pasividad.

En la antigüedad también existieron visiones filosóficas diametralmente opuestas a las que predicaban o defendían los cultos a Dionisio y Orfeo, la comunidad pitagórica y los platónicos. Una de ellas era la sublime filosofía de Epicuro, quien decía que el miedo a la muerte era un temor irracional. Para este filósofo todo lo bueno y lo malo era aquello que percibíamos a través de nuestros sentidos y la muerte nunca sería percibida por el ser humano. ¿Por qué esto era así según él? Porque cuando yo soy, ella no está y cuando ella está, ya yo no soy, dejo de existir. Para Epicuro el secreto de la vida era el placer y la búsqueda de la felicidad en este mundo y no en otro; pues el cielo, el infierno o dios eran invenciones de la mente humana.

¿Existe vida después de la muerte? Una inquietud importante 

¿Qué es el espíritu? El espíritu es otra forma, de las muchas que tenemos, para referirnos a la mente. Una mente que está repleta de ideas, conceptos, imágenes e información provistas a nosotros a través de los sentidos y que depende, para su existencia, del cerebro y el sistema nervioso. Para Locke no existían ideas innatas en el ser humano. Un pensador materialista como Marx desarrollaría consecuentemente este concepto de la siguiente manera: “La idea es materia trasportada (a través de los sentidos) al cerebro humano y traducida en pensamiento”.

No pueden existir entonces dos mundos paralelos e independientes como afirmaba Platón. Ese dualismo da cabida a la diferenciación autónoma del espíritu y el cuerpo, de la mente y la materia. Por el contrario, la visión del ser de Aristóteles afirmaba que la esencia de las cosas no se encuentra en otro mundo, sino que se realiza en las cosas mismas. La esencia de los seres humanos está en nuestro mundo cambiante y material. Para Aristóteles el cuerpo y el alma estaban unidos (monismo) en uno solo; cuando muere el cuerpo termina pereciendo el alma.

No obstante, queridos amigos y amigas, esto no debería arrojarnos al vacío de la depresión y la tristeza ante nuestro fatal e inexorable destino. La finitud de nuestra existencia debería llevarnos a vivir la vida con profunda intensidad, sin ninguna clase de resignación; dispuestos a conseguir la felicidad y la dignidad que exige nuestro “espíritu” en esta vida y no en otra. Vencer el miedo a la muerte, nos impulsaría al movimiento permanente por conquistar una vida lo más humanamente posible. Asumamos la muerte como una amiga lejana, que se acerca poco a poco a nosotros para recordarnos lo importante que es vivir.

Vivir después de morir, resucitar, reencarnar o renacer, son propiedades que todos desearíamos tener. La idea de la inmortalidad nos ha acompañado durante siglos. No obstante, la experiencia de los pensadores materialista dicta que tal propiedad no puede existir en un mundo donde la principal esencia de las formas es el cambio y la trasformación; el origen, desarrollo y muerte inevitable de las cosas. Gente como los “creacionistas” cuya centralidad de las cosas se coloca en la figura de dios, son los que necesitan afirmar lo contrario.

Todas estas ideas son atributos especiales creados por el ser humano, al ser incapaz de comprender y reconciliarse con su propia naturaleza y además de la imposibilidad de controlar y asumir con dignidad su existencia.  Mefistófeles, en la célebre novela de Fausto, escrita por Goethe; nos decía “Todo aquello que tiene el derecho de nacer, necesariamente en algún momento tiene que morir”.

Así es la naturaleza y su movimiento permanente, nosotros no podemos hacer nada para cambiarla, somos parte de ella, existe independiente de nosotros y nuestros deseos, a lo mucho podemos crear formas de pensar, tecnologías o relaciones sociales de producción que la hagan más llevadera, cómoda y tolerante para nuestra existencia. Podemos dominarla racionalmente, pero hasta cierto punto.

“La religión es el opio de los pueblos” … pero juega un papel en la sociedad.

Marx escribió en la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel el siguiente fragmento sobre la esencia de la religión:

“La miseria religiosa es, al mismo tiempo, la expresión de la miseria real y la protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura atormentada, el alma de un mundo desalmado, y también es el espíritu de situaciones carentes de espíritu. La religión es el opio del pueblo…»

Renunciar a la religión en tanto dicha ilusoria del pueblo es exigir para éste una dicha verdadera. Exigir la renuncia a las ilusiones correspondientes a su estado presente es exigir la renuncia a una situación que necesita de ilusiones. Por lo tanto, la crítica de la religión es, en germen, la crítica de este valle de lágrimas, rodeado de una aureola de religiosidad”.

La miseria y opresión que viven las masas explotadas en la sociedad de clases es el asidero para el fermento de la religiosidad y de la consecución de una felicidad ilusoria, basada en la fe y las soluciones mágicas. Mientras la sociedad sea desalmada y promueva la violencia entre sus semejantes, la religiosidad será un refugio para protegerse de la hostilidad del entorno. El oneroso peso de nuestra existencia real, aparta nuestra mirada de la cruel materialidad y nos adormece en todo aquello que pueda brindar un placer pasajero y un consuelo de efectos limitados, para luego volver a recibir los azotes endemoniados de nuestra desdichada realidad.

Las masas no podrán reconciliarse con su naturaleza mientras su vida no les ofrezca más que sufrimiento y dolor, mientras no puedan controlar ellos mismo y de forma racional su estancia por este mundo. En la sociedad de clases y en los diversos modos de producción que han existido, es persistente la idea de que la vida es una pesada cadena de tormentos y angustias.

Adormecer la angustia y perpetuar el miedo siempre ayudará a los poderosos a mantener su dominación. Es por ello que a lo largo de todos los modos de producción existentes en la sociedad, la religión ha estado de lado de aquellos que detentan las palancas fundamentales de la producción y administración material de la vida. En el antiguo Egipto, el faraón, como único descendiente de los dioses, era considerado el primer sacerdote. Mientras que el resto de sacerdotes formaban la casta más privilegiada de Egipto, en cuya figura se monopolizaba el conocimiento y el arte de leer y escribir. En el feudalismo, la iglesia cristiana jugó el mismo papel compartiendo el poder con los nobles y la monarquía. Sin embargo, el rey y la curia no confundían sus papeles. Había una división funcional en ambos sectores. Mientras que el rey explotaba y reprimía por la vía de las armas y las leyes, el clero lo hacía por medio de la fe. Así se justificaba el diezmo, la penuria de la vida terrenal y la promesa de una vida mejor para todos aquellos que supieran comportarse como lo demandaban los dogmas de fe. En el capitalismo las cosas no han sido muy diferentes. Los dioses han tomado la forma del fetichismo de la mercancía y el dinero como una salida todopoderosa frente a nuestro aplastamiento cotidiano. Estos falsos dioses, nos han conducido a una lógica individualista que atrasa la conciencia e impone un violento todos contra todos, una versión de barbaridad modernizada. El reflejo de la anarquía del mercado y la guerra que arrastra a los más inocentes.

El ser humano necesita tener dignidad para alzarse y cumplir sus legítimas aspiraciones. Mientras que su realidad sea fuente de tormento para el cuerpo y su mente, encontrará en la religión la fuente artificial para su sosiego.

Pero las cosas pueden ser distintas. Hoy en el mundo tenemos un formidable potencial para que el ser humano pueda realizarse. Las sucesivas revoluciones en el campo de la productividad y los diversos descubrimientos científicos, pueden generar las condiciones materiales concretas para que podamos alimentar nuestro espíritu. La cultura, el arte, la ciencia y demás actividades propias del ser humano, podrían dejar de ser el privilegio de unos pocos y convertirse en una posibilidad al alcance de todas y todos. Hoy el trabajo se encuentra socializado entre la gran masa obrera, mientras que la producción de riquezas se encuentra monopolizada por unos pocos y protegida por la “sagrada” propiedad privada y el “omnipotente” Estado Nacional. Romper esas relaciones de producción por medio de una revolución dirigida por los trabajadores, puede cambiar las cosas cualitativamente para brindarle un alma humana a la sociedad y poner fin a las salidas ilusorias del tormento y la desdicha.

Es importante aclarar, que los marxistas o revolucionarios no nos oponemos a que una individualidad o grupo social practique algún culto religioso. La religiosidad debe ser un asunto particular de cada quien. Para nosotros, desaparecerá progresivamente con el desarrollo del entendimiento humano sobre la esencia dialéctica de la naturaleza, lo que será posible gracias a una sociedad que le brinde a cada quien la posibilidad de emanciparse y desarrollar sus potencialidades inherentes. A Lo único que podemos ser absolutamente intolerantes es al hecho de ligar los asuntos políticos, económicos y sociales del Estado y de la vida de la colectividad, a algún dogma religioso en particular. La religión puede existir dentro de los límites de cada culto personal, siempre y cuando sean sus propios feligreses sus mismos mantenedores.

El ser humano en la Centralidad del Mundo

La filosofía racionalista de Descartes y más adelante el materialismo histórico de Marx, colocaron al ser humano en el centro de la historia. Ya no es dios el creador del mundo y el centro del universo, ya no es dios el creador de nuestra realidad a su imagen y semejanza, para luego retirarse a los confines de lo desconocido y dejarnos a nuestro libre albedrío. En la modernidad es el ser humano el sujeto que ocupa el lugar prominente, el que puede conocer la verdad de forma racional, juzgar la información que provienen de sus sentidos e intervenir, con ciertas condiciones, para cambiar su realidad. La historia y el hombre se hacen mutuamente a través de la sucesión de diferentes modos de producción.

En el 18 brumario de Luis Bonaparte, Marx lo describiría de la siguiente manera:

“Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformarse y a transformar las cosas, a crear algo nunca visto, en estas épocas de crisis revolucionaria es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal.”

De modo que el reino de la libertad, igualdad y fraternidad prometida por la revolución francesa de 1789 no era más que el reino de la burguesía idealizado. La libertad no era más que la libertad de empresa, la igualdad entre propietarios y la fraternidad entre socios y aliados. No podía ser de otra manera. La revoluciones burguesas, progresistas y radicales en su momento, no estaban en condiciones de ofrecer otra cosa diferente, el sujeto histórico que acaudilló esos procesos no era el incipiente proletariado, sino la burguesía pujante y fuerte que había nacido en el seno de la sociedad feudal, pero que se encontraba incapacitada de superar la sociedad de clases. Las contribuciones del capitalismo al mundo moderno son formidables. Los cambios operados en nuestros estilos de vida, en la productividad y el pensamiento hoy en día fueron posibles gracias a la locomotora del progreso que significó este sistema económico en sus orígenes.

Pero como ya mencionamos, todo lo que tiene el derecho de nacer, también se encuentra con la necesidad de morir. Hoy el capitalismo, longevo, se ha vuelto en su contrario. Las fuerzas productivas se encuentran estancadas. El libre mercado ha dado paso al monopolio trasnacional. Las tasas de crecimiento son débiles y no puede mantenerse a costa de guerras, crisis y sufrimiento. El capitalismo ha creado una situación verdaderamente absurda en la economía mundial: la crisis de sobreproducción en un planeta plegado de miseria y necesidad. Pero en su propio seno ha madurado una clase con la capacidad de hacer andar al mundo bajo otras relaciones de producción. Esa clase es el sustento de la sociedad moderna: la clase obrera. No hay nada en este mundo que funcione sin el permiso de la clase obrera, no hay bombillo, grifos de agua o sistemas de transporte que operen sin su consentimiento. El único problema es que la totalidad de la clase obrera no es consciente de su poder.

Allí se encuentra la peligrosidad de la religión como sistema ideológico, jugando el papel que históricamente ha jugado como somnífero de las masas, en lugar de despertar la noción de poder que reside en la clase obrera y que necesariamente desembocaría en una revolución.

Es común que en todos los sistemas religiosos existan como mandamientos morales de convivencia. Esto resulta insidioso en una sociedad dividida entre explotadores y explotados. En una sociedad de clases no hay una moral universal y única aceptable para todos. Lo que si podemos tener es una moral y unas concepciones ideológicas dominantes, las cuales siempre representan los intereses de los poderosos.

Espinoza decía que la ética era como la música: buena para los que están de fiesta, mala para los que están de luto y ni buena ni mala para los sordos.

Si sometemos al proletariado a la idea del karma, donde las raíces de sus problemas son adjudicadas a sus propias acciones en las “vidas pasadas” y no productos directos de la estructura de la sociedad presente, estaríamos ocasionando una traslación artificiosa que lo condenarían a la pasividad y a la contemplación. Situación peligrosa cuando nos referimos al sujeto que puede cambiar cualitativamente a la sociedad presente.

El precio de la libertad, la emancipación y la dignidad humana solo puede pagarse con la determinación de embarrarse y luchar por una vida mejor, aquí mismo en la tierra y no en los cielos. Este mundo puede ser un paraíso si empleáramos todo el conocimiento y desarrollo productivo alcanzado de manera racional. A diferencia del capitalismo, cuyo crecimiento se produjo gracias a las fuerzas ciegas del mercado, el socialismo requiere de la intervención consciente de los trabajadores.

El socialismo abrirá las compuertas de par en par para el libre desenvolvimiento de la especie humana. El genio que cada quien tiene en sí mismo se liberará para realizar cosas inimaginables para nosotros, lo que alimentará el espíritu genuino de la nueva sociedad. Eclipsando definitivamente las viejas doctrinas religiosas, místicas y esotérica provenientes de un pasado remoto, pero que nosotros como especie, no hemos podido superar del todo.

La historia conocida por el hombre hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases y de la necesidad para sobrevivir. Sin embargo, nuestra especie siempre ha encontrado el ingenio de sobreponerse y seguir adelante. Se anuncia la hora de que demos otro salto, que posibilite ya no el reino infernal de la penuria e insuficiencias, sino el reino de la libertad y prosperidad, un mundo sin dioses, sin dinero, ni clases sociales.

Así como en 1971, ese gran hombre llamado John Lennon lo reflejaría en su letra más sublime e importante, Imagine:

“Imagina que no hay Cielo,
es fácil si lo intentas.
Sin infierno bajo nosotros,
encima de nosotros, solo el cielo…

…Nada por lo que matar o morir,
ni tampoco religión.
Imagina a todo el mundo,
viviendo la vida en paz…

…Puedes decir que soy un soñador,
pero no soy el único.
Espero que algún día te unas a nosotros,
y el mundo será uno solo.”