El 18 de Octubre de 2019 se abrió una nueva etapa en el Chile de post-dictadura. El Octubre Rojo chileno había sido anticipado por masivas manifestaciones estudiantiles en 2006 y 2011, que reivindicaban la demanda concreta por una educación pública gratuita y de calidad, pero que ya anidaban en su seno una frustración y descontento mucho más amplios. Las protestas iniciadas a fines del año pasado reflejan el colapso de un sistema capitalista extremo, impuesto a sangre y fuego durante la dictadura de Pinochet, y mantenido a base de amaños, corrupción y represión por los 30 años que siguieron a la caída del régimen. El eslogan “Hasta que valga la pena vivir”, sintetiza la profundidad del cambio que las masas reclaman y su determinación de luchar hasta conseguirlo. Esta irreductible voluntad del pueblo chileno no pudo ser quebrantada ni con la más brutal represión desplegada por Carabineros y las Fuerzas Armadas, que dejaron tras de sí un sangriento reguero de muertos, mutilados y torturados, y solo amainó temporalmente ante la imprevista aparición de la pandemia de Covid-19.

Mientras la derecha en el poder buscaba apagar el incendio con la bencina de la represión policial, la criminalización de la protesta, y una campaña de desinformación desembozada a través de los medios de comunicación serviles a los intereses de los potentados, la oposición parlamentaria, desde los Partidos de la ex-Concertación a los reformistas del Frente Amplio, pasando por el Partido Comunista, intentaba capitalizar la legítima movilización popular para sus mezquinos intereses partidistas. Pretendiendo apropiarse de la conducción del movimiento, tergiversaban el real significado y dimensión de las protestas mediante un lenguaje melifluo y conciliador, para vaciarlo completamente de su contenido radical y militante. El 15 de Noviembre, con un Presidente Piñera pendiendo de un hilo ante el creciente clamor popular por su dimisión, y elementos de organización popular, gérmenes de poder dual, la clase política marginada y desorientada, reunida en los despachos del Congreso Nacional entre gallos y medianoche, echó mano al último recurso que tenía a su alcance para el salvataje del régimen democrático-burgués: un acuerdo transversal para plebiscitar un cambio constitucional. Estaban dispuestos a dejar caer la vituperada Constitución de Pinochet con tal de resguardar el sistema económico-social y encauzar la protesta popular por los seguros canales de la institucionalidad democrático-burguesa. De hecho, el primer punto del acuerdo estableció que “Los partidos que suscriben este acuerdo vienen a garantizar su compromiso con el restablecimiento de la paz y el orden público en Chile”.

Sin embargo, este pacto, que no contó con la participación de ninguna organización de la sociedad movilizada, procuró dejar todo “atado, y bien atado” desde un principio. Primero, difirió el Proceso Constituyente para un período que se prolongaría hasta mediados de 2022, al menos, y cuyas reglas estarían definidas desde un comienzo por el desacreditado Parlamento. En segundo lugar, la elección de los representantes de una eventual “Convención Constituyente” (repudiaron el simbólico término de Asamblea Constituyente), serían elegidos bajo el mismo sistema electoral que rige para diputados, vale decir, con una abrumadora preponderancia de los partidos políticos y sus máquinas electorales (¡los mismos partidos que son abominados por el pueblo!) y marginando a las organizaciones populares a un lugar meramente decorativo; en definitiva, un segundo Parlamento. Finalmente, se fijó un quórum de 2/3 para la aprobación de las normas, es decir dando el poder de veto a la minoría, dificultando al extremo cualquier posibilidad de cambio real.

Pero más importante que lo anterior, este acuerdo intenta sembrar ilusiones en los trabajadores, de que el simple cambio de una vieja Constitución por una nueva, por si solo, va a resolver las angustiantes demandas que levantaron a un país entero: Salud integral para todos, educación gratuita y de calidad, derecho a una vivienda digna, salarios y pensiones justas, derechos reproductivos garantizados, arrebatar el agua de manos privadas, derecho de autodeterminación de los pueblos originarios, etc. Es importante que los marxistas no compremos estas ilusiones, y tengamos plena claridad que ni la más democrática de las Constituciones permitirá la construcción de una sociedad igualitaria, si ésta se encuentra enmarcada en una institucionalidad burguesa. Mientras un puñado de empresarios y multinacionales controlen la economía y los recursos naturales no habrá recursos para la salud, la educación ni las pensiones. Para que la letra se haga carne, es necesario que la clase trabajadora se haga del poder y destruya todo vestigio del sistema capitalista hasta sus cimientos, expropiando a los capitalistas. Para ello, es necesaria la existencia de un partido revolucionario de masas, que lidere el proceso transformador con la participación democrática de los trabajadores. En Chile, ese partido aún no existe, lo que fue evidenciado en la falta de conducción del movimiento insurreccional de Octubre. Mientras esto no ocurra, nuestra misión es impulsar la organización del pueblo trabajador en los márgenes de la institucionalidad, a través del desarrollo de elementos ya existentes como asambleas territoriales auto-convocadas, cabildos populares, ollas comunes, comandos constituyentes, sindicatos, Federaciones Estudiantiles, Agrupaciones Feministas, entre otros. Ante el llamado de los partidos políticos a abandonar las manifestaciones para no “amenazar el proceso constituyente”, convocamos a mantener una presencia activa y rebelde en las calles.

Con esta actitud crítica, y sin perder el foco en el fin último de la lucha del pueblo chileno, es obvio que nosotros estamos a favor de cualquier avance concreto en la lucha por mejores condiciones de vida para los trabajadores. El centro de atención de la lucha política es ahora el plebiscito, y en el mismo es importante asestar un duro golpe al conservadurismo pinochetista ganando con una abrumadora mayoría a favor de la opción “Apruebo”. Igualmente, en la elección de constituyentes, hay que apoyar a los candidatos que representen los intereses de la clase trabajadora, y que defiendan los principios básicos que debiera contener una nueva Constitución:

  • Derechos sociales asegurados por el Estado: educación, salud, vivienda, pensiones, trabajo, salarios dignos, derecho al agua, derechos medioambientales, reproductivos, etc.
  • Garantizar el principio de autonomía para los pueblos originarios.
  • Devolver las tierras a quienes la trabajan
  • Disolver los actuales cuerpos represivos del Estado (Carabineros, Fuerzas Armadas) y reemplazarlos porcomités de autodefensa vecinales y milicias populares elegibles y revocables democráticamente.
  • Sustituir el Poder Judicial y el Ministerio Público por Tribunales y Fiscalías populares, democráticamente elegidos. Garantizar el juicio a los responsables civiles y militares de crímenes de lesa humanidad.
  • Para financiar las grandes transformaciones sociales, es necesario nacionalizar los recursos naturales (cobre, litio, etc), los grandes monopolios (Papeleras, Retail, Sector Exportador), las multinacionales, los Bancos y otras entidades financieras, y ponerlos al servicio del desarrollo del país bajo control obrero.

La clase trabajadora de Chile ya despertó, y está dispuesta a luchar hasta que la dignidad se haga costumbre. ¡Únete a la Corriente Marxista Internacional y ayúdanos a sentar las bases de una organización revolucionaria de masas que lleve a cabo las transformaciones que el pueblo chileno reclama, inspirados en los principios del Marxismo!